Indemnización por despido a la luz del efecto dotación (y la historia de las tazas de café que dinamitaron los postulados del mercado liberal)

 

 

Economía del bienestar y externalidades

Los derechos de propiedad, de acuerdo con la ciencia económica (PAZ-ARES, 642 y 643), definen “qué conducta puede realizar el titular y qué conductas deben soportar los demás”, de tal modo que los conceptos de propiedad y de conducta prohibida se presentan como complementarios. Es decir (DEMETZ, 286), “sirven para que una persona forme las expectativas que puede razonablemente mantener en sus tratos con otras”, de tal modo que “el titular de un derecho de propiedad cuenta con el consentimiento de los demás miembros de la sociedad para actuar de un modo concreto”.

Así pues (FURUBOTN/PEJOVICH, 297), “entrañan la facultad de beneficiarse o perjudicarse a sí mismo o a los demás”, pudiéndose colegir que “los derechos de propiedad especifican cómo pueden causarse beneficios y perjuicios a las personas y, por ende, quién debe pagar a quién para modificar las acciones realizadas por las personas”. Por todo ello, pueden describirse como el conjunto de relaciones económicas y sociales que define la posición de cada individuo con respecto a la utilización de recursos escasos. Debiéndose puntualizar que (TOMÁS CARPI, 55) la noción de “derecho”, es utilizada en un sentido muy amplio y alude a cualquier facultad de actuación que se confiera a un individuo frente a otro u otros.

Esta proyección a “terceros” desvela la íntima relación entre los derechos de propiedad y los efectos externos o “externalidades”; y la misma es determinante porque afecta al funcionamiento eficiente del mercado.

Según los planteamientos clásicos de la Economía del Bienestar (PIGOU), cada individuo decide sus actividades en base a los costes y beneficios privados que le comporta el desarrollo de cada actividad (integrando los costes privados); pero normalmente no tiene en cuenta las repercusiones que dicha actividad puede tener sobre el resto de la sociedad (costes sociales). Esto provoca que se originen costes o diseconomías externas (o externalidades). Y, al producirse una divergencia entre el coste privado y el coste social, conviene subsanarlo.

Según PIGOU (siguiendo a PAZ-ARES, 2858 y 2859), sólo puede alcanzarse un máximo de eficiencia social cuando los costes sociales sean idénticos a los costes privados. En la medida que esta premisa no se cumpla, deberá intervenir el Estado para erradicar los costes externos (en definitiva, superar las distorsiones derivadas de los mecanismos de los precios que ofrece el mercado). Por consiguiente, de acuerdo con este enfoque, en tanto que las externalidades ilustran el fracaso del mercado, su erradicación debe operar mediante la intervención del Estado (a través de la política fiscal), sobre aquéllas que se estimen relevantes. Y, en concreto, mediante la declaración de responsabilidad objetiva al causante de la misma, o bien, imponiendo sobre su actividad un tributo equivalente a la divergencia entre los costes marginales sociales y privados[1].

 

El teorema de COASE y sus efectos planetarios

Rebatiendo este planteamiento, un sector de la doctrina económica sostiene que, creadas las adecuadas condiciones, las externalidades pueden internalizarse perfectamente dentro de la lógica del mercado. O, dicho de otro modo, esta crítica a la Economía del Bienestar pretende evidenciar la necesidad de tener en cuenta los costes que la propia intervención del Estado genera cuando trata de corregir un fallo del mercado. Planteamiento que gravita sobre el conocido teorema de COASE, llamado así en honor a su creador, Ronald COASE, premio Nobel de economía y que durante muchos años fue profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago. Su principal postulado (siguiendo la exposición de Richard THALER, 367), es el siguiente: “en ausencia de costes de transacción, esto es, cuando una persona puede realizar transacciones libremente con otra, los recursos fluyen hasta alcanzar su uso de mayor valor”.

Tal y como sostiene COASE (245 y 267 – 270),

“ordinariamente, tal y como se plantea la cuestión, A ocasiona perjuicios a B, y lo que es preciso decidir es cómo hay que poner coto a las acciones de A. Pero esto es erróneo. Nos estamos ocupando de un problema de naturaleza recíproca. Lo que hay que decidir, en realidad, es si hay que permitir que A perjudique a B o hay que dejar que B perjudique a A. El problema consiste en evitar el perjuicio más grave”.

Por tanto, desde el punto de vista de la eficiencia, resulta tan indeseable fijar en un solo polo o extremo la norma de la responsabilidad y hacer siempre responsable al causante del daño, como fijarla en el otro. Por otra parte, tampoco resulta necesariamente indeseable una situación en la que no se indemniza por los daños ocasionados. Que tal cosa resulte o no deseable depende – apunta – de las circunstancias concretas. Por consiguiente, la existencia per se de determinados perjuicios no deben calificarse automáticamente como ‘antisociales’, y por tanto justificativos de la intervención del Estado, dado que ‘es preciso sospesar ese daño frente a los bienes originados. Nada podría ser tan ‘antisocial’ que oponerse a cualquier acción que origina un daño cualquiera a cualquier persona’. Sin embargo, la validez de este planteamiento está condicionada a la concurrencia de dos requisitos: (i.-) que los derechos de propiedad estén perfectamente definidos; y (ii.-) que los costes de transacción sean igual a cero o despreciables. Si concurren estos condicionantes, puede afirmarse que la estructura del derecho se muestra ‘redundante’”.

Antes de exponerles un ejemplo que permita ilustrar (con claridad) el sentido de esta formulación teórica, conviene reparar que la novedad que introduce el análisis de COASE es, precisamente, que la existencia de los costes externos puede ser superada por las propias partes implicadas (esto es, internalizadas), sin interferencias de terceros; siempre claro está, que se cumplan los condicionantes apuntados (libertad de contratación, derechos de propiedad e inexistencia de costes de transacción).

En definitiva, según este planteamiento (DEMSETZ, 286 – 288), los problemas derivados de las externalidades existentes en el mercado, se deben a una mala asignación de los derechos de propiedad (no a los defectos del mercado, sino a los defectos de la organización institucional del – en términos de SCHWARTZ – “meta-mercado”). Es decir, (ilustrando una derivada de la conocida “tragedia de los comunes”) la mejor forma de eliminar los efectos externos es que las reglas jurídicas consagren la apropiación privada de todos los bienes económicos [2].

Como les he avanzado, permítanme tratar de ilustrar todo lo expuesto con un sencillo ejemplo numérico.

Imaginemos la siguiente situación [3]: consideremos una fábrica cuyos humos causan daños a las prendas de ropa que cuelgan para secar en el exterior de sus viviendas cinco habitantes de las proximidades. La contaminación causa en cada uno de los individuos daños por un valor de 75 € (sumando en total, 350 €).

Estos perjuicios podrían solventarse de dos modos:

1.- Instalando un filtro depurador en la chimenea de la fábrica, a un coste de 150 €; o bien,

2.- Comprando una secadora eléctrica para cada una de las viviendas con un coste de 50 € cada una (en total, 250 €).

Teniendo en cuenta estos parámetros, es claro que la solución eficiente es la instalación del filtro en la chimenea.

Pues bien, lo que el teorema de COASE plantea es que siempre que no existan costes de transacción, el resultado eficiente se producirá con independencia que se atribuya a los ciudadanos el derecho al aire puro (reconociéndoles, por tanto, la posibilidad de exigir responsabilidad a la fábrica); o bien, se reconozca a la fábrica el derecho a contaminar (o, a hacerlo por debajo del nivel que acarrearía una responsabilidad).

Para el caso de que existiese un derecho al aire limpio, la fábrica tendría tres opciones:

1.- Contaminar y pagar la indemnización por los daños causado en la ropa (350 €);

2.- Pagar a cada vecino las secadoras (250 €); o bien,

3.- Instalar el filtro depurador (150 €).

En este contexto, es claro que la fábrica optará por instalar el filtro depurador en la chimenea, por ser la opción más eficiente.

Para el caso de que se reconociese un derecho a contaminar, los vecinos se hallan también ante tres posibles opciones:

1.- No hacer nada y asumir el coste del daño que padecen (350 € – 75 € cada uno);

2.- Comprar las secadoras (250 € – 50 € cada uno); o bien,

3.- Asumir el coste de la instalación del filtro en la fábrica (150 € – 30 € cada uno).

De nuevo, la opción más eficiente que pueden escoger los vecinos es la instalación del filtro.

En definitiva, en ausencia de costes de transacción, la solución eficiente se consigue con independencia de la atribución de derechos que el ordenamiento jurídico pueda establecer [4]. O, dicho de otro modo (erigiéndose en una conclusión demoledora para la dogmática jurídica), “en estas situaciones, la estructura de derechos establecidos se muestra como una estructura redundante respecto a la del mercado”[5].

Esto significa que el “meta-mercado” debe posibilitar que todos los bienes y todos los recursos sean potencialmente objeto de transacciones (de mercado), garantizar la certeza de los resultados de las transacciones y el carácter completo de las informaciones necesarias para negociar. Si el origen de las externalidades reside en el Estado o el Derecho, lo mejor es reducir su ámbito de operatividad a su mínima expresión, para permitir que la “mano invisible” del mercado actúe libremente.

Como es fácil de advertir, las implicaciones políticas, económicas y sociales que se destilan de este enfoque son de una profundidad abisal y, de hecho, es uno de los ejes que lleva décadas determinando la agenda geopolítica y geoestratégica mundial.

Desde el punto de vista de los juristas, el enfoque coesiano es devastador (REBUFFA, 167 – 169): el papel del Derecho prácticamente desaparece, debiéndose circunscribir a delimitar con precisión los derechos de propiedad. Para el Análisis Económico del Derecho (VÁZQUEZ, 147) – en consonancia con la escuela realista americana -, la exigencia de que la ciencia jurídica constituya un conocimiento empírico es la que determina que el concepto de Derecho deba ser definido en relación a hechos sociales y que, además, deban excluirse de su definición propiedades tales como la validez o la justicia (aseveración que ha merecido importantes y contundentes objeciones desde la perspectiva de la dogmática jurídica más autorizada [6]).

En definitiva (MERCADO PACHECO, 36), “la mediación normativa de la economía sobre el Derecho reduce el análisis de la cuestión jurídica a criterios exclusivamente económicos y, desde este punto de vista, todo problema jurídico tendría una traducción y, por tanto, una solución en sede exclusivamente económica”. De hecho, desde la perspectiva positivista (TORRES LÓPEZ, 39), el nacimiento de cualquier estructura jurídica “se deriva de la necesidad de articular coercitivamente sistemas superpuestos al mercado” en los casos en los que sus imperfecciones impiden que pueda alcanzarse soluciones eficientes.

En síntesis, para esta corriente de pensamiento, “al Derecho no compete ninguna función decisoria o de intervención para alcanzar un resultado eficiente”. Por tanto, su “única función es la de garantizar las condiciones de libertad y seguridad del tráfico mercantil que hacen posible que ese resultado se logre”. Si existen fallos en el mercado y el equilibrio no pueda alcanzarse de forma espontánea, el Derecho debe contribuir a eliminar los obstáculos. En cuyo caso, debe tratar de reducir “los costes de transacción que impiden que el resultado eficiente se logre a través de un acuerdo negociado”. Finalmente (MERCADO PACHECO, 37), si es imposible eliminar los obstáculos que impiden que se alcance una decisión de mercado, la función del Ordenamiento Jurídico es la de actuar como un mercado simulado, “es decir, la adopción por parte del juez o del Legislador de la solución que habría adoptado el mercado en caso de que no existiesen obstáculos para su funcionamiento”.

 

El talón de AQUILES de COASE: tazas con el emblema de una universidad (o el efecto dotación)

Cuando los economistas reflexionan sobre el derecho (como expone FARNSWORTH, 273 y 274), “uno de sus propósitos es que los derechos acaben en las manos de quién más los valora”. No obstante, “cuando intentamos medir el valor que tienen las cosas para la gente, nos encontramos con un problema de punto de referencia [baselin problem]”. En efecto (DWORKIN, 261), “para la mayoría de la gente hay diferencia entre la suma que estaría dispuesta a pagar por algo que no posee y la suma que tomaría a cambio de ello si ya lo poseyera”[7].

Esta disparidad en la disposición a pagar y la disposición a vender fue denominada por THALER (47) como «efecto dotación» (o «endowment effect» – ya que en la jerga de los economistas las cosas que ya tienes son parte de tu dote). En definitiva: “la gente valora más las cosas que ya forman parte de su dote que las cosas que podrían pasar a formar parte de ella, disponibles pero aún no adquiridas”.

Por consiguiente, a la hora de preguntar a las personas por el valor de las cosas es posible que su respuesta no sea la misma en función del punto de referencia del que se parta. De modo que (FARNSWORTH, 273 y 274): “¿desde qué punto de partida arrancamos? ¿Preguntamos cuánto estarían dispuestos a ofrecer por el objeto de que se trate? ¿O preguntamos cuánto pedirían por renunciar a sus derechos sobre dicho objeto, si lo tuvieran?”. Si la respuesta a ambas preguntas fuera la misma, el punto de referencia (como el teorema de COASE sugiere) sería indiferente.

Sin embargo, las cosas no son así. Si lo recuerdan (y siempre que no haya costes de transacción), el teorema de COASE predice que aquellas personas que reciben algo cuyo valor asignado es el más alto serán los propietarios finales de dichas cosas (no transaccionarán con él). Esto significa decir que “los recursos fluyen hacia su valor de uso más elevado”. THALER, a través del famosísimo experimento de las tazas con el emblema de Cornell (que costaron 6 dólares cada una), demostró que esto no es así en la realidad. Dejemos que sea él quien nos explique cómo se desarrolló el mismo (226 y 227):

“Comenzamos el estudio poniendo un tazón al azar delante de uno de cada dos alumnos, los cuales pasaron a ser propietarios y vendedores potenciales, mientras que los demás serían compradores potenciales. Todos tuvieron la oportunidad de inspeccionar los tazones, el suyo o el del vecino, para garantizar que todos tenían la misma información sobre los productos (…). [L]a teoría económica predecía que el número de operaciones sería de en torno a once, pero nosotros augurábamos bastantes menos operaciones debido al efecto dotación. Nuestra predicción resultó ser correcta (…). Los experimentos sobre el efecto dotación muestran que la mayoría de las personas tienen la tendencia a quedarse con lo que ya tienen, lo que al menos en parte se debe a la aversión a las pérdidas: una vez que tengo un tazón, ya lo considero como mío, por lo que venderlo sería una pérdida” [8].

O, volviendo al ejemplo del teorema de COASE, (siguiendo con FARNSWORTH, 274), el efecto dotación aflora porque aunque la gente, quizás, “no esté dispuesta a pagar por conseguir que el aire esté limpio, una vez que disfruta de una atmósfera sana no está dispuesta a privarse de sus ventajas (…); el precio de renuncia cuando la tiene asegurada es muy superior a lo que dice que estaría dispuesta a pagar por conseguirla cuando no la tiene” [9].

En el fondo, este fenómeno no deja de traslucir una discrepancia entre precios de compra y precios de venta y está intrínsecamente unido al concepto de “aversión a las pérdidas”, pues, (ARIELY y KREISLER, 169) “no deseamos renunciar a nuestras cosas en parte porque las sobrevaloramos, y sobrevaloramos nuestras cosas en parte porque no deseamos renunciar a ellas”. De modo que, en general (como se ha demostrado en innumerables ejemplos a lo largo de los años), “los compradores estaban dispuestos a pagar aproximadamente la mitad de lo solicitado por los vendedores”[10]. Como pueden imaginarse, este efecto, por ejemplo, puede tener un impacto poderosísimo en la negociación, pues, tenderemos a exigir más por renunciar a lo que «ya tenemos» (más que si nosotros mismos tuviéramos que adquirirlo). Por ejemplo, el efecto dotación explica que, si queremos venderla, tendemos a sobrevalorar nuestra casa (y todas las que están en el mercado nos parecen pasadas de precio). De modo que el punto de partida (aquello que ya ostentamos) delimita un punto de referencia sobre los términos de la negociación (y por tanto incide decisivamente en el «coste» de la transacción).

 

El efecto dotación en el Derecho del Trabajo

Las discrepancias entre lo que uno está dispuesto a pagar por algo y a cobrar por renunciar a esa misma cosa, como se acaba de exponer, son un problema para la validez del teorema de COASE (salvo que se adopte una concepción muy generosa del concepto de costes de transacción). Recuérdese que, según este influyente planteamiento (y siempre que no haya costes de transacción), con independencia de a quién asigne el sistema jurídico un derecho, este acabará en las mismas manos. Esto es, en las de quien esté dispuesto a pagar más por él.

En cambio, el experimento de las tazas (así como muchos otros) evidencia que los derechos permanecen en las manos de quienes el sistema jurídico los confiere, simplemente porque su titular los valora más que lo que está dispuesto a pagar quien pudiera estar interesado por él.

De hecho, son muchas las situaciones en las que esto sucede y, obviamente, el mundo del Derecho no es ajeno. Por ejemplo, esto sucede con las resoluciones judiciales. Como apunta FARNSWORTH (280),

“una vez has obtenido algo por decisión de un tribunal, es probable que pidas por renunciar a ello más de lo que habrías estado dispuesto a ofrecer si lo hubieras perdido”.

La diferencia entre la disposición a pagar por una cosa y la disposición a cobrar por desprenderse de la misma, como no puede ser de otro modo, también es apreciable en muchos fenómenos iuslaboralistas.

Por ejemplo (siguiendo con FARNSWORTH, 276 y 277), en el derecho norteamericano, los empresarios pueden despedir libremente, salvo que las partes hayan acordado otra cosa (es lo que se llama employment at will). Aunque los contratantes tienen libertad para negociar, en la realidad esto no sucede y la regla por defecto es la que impera. Podría pensarse entonces que si este es el resultado es porque es lo que las partes efectivamente quieren.

No obstante, lo que sucede en estos casos es que una de las partes (el empresario) tiene en sus manos el poder de contratar o no. En esta tesitura, los potenciales empleados prefieren no iniciar una negociación para fijar el precio de la renuncia del desistimiento. Es decir, prefieren no tener que determinar qué tendrían que dar a cambio para compensar que el empresario no tuviera la libertad de despedir discrecionalmente. En definitiva, la disposición a pagar de los trabajadores por acceder a un puesto de trabajo no llega hasta tal extremo (en cambio, el empresario sí estaría dispuesto a exigir un potosí por renunciar a su derecho al desistimiento).

Si el derecho al despido libre fuera negociable, es decir, si los trabajadores pudieran renunciar al principio de causalidad en el despido (por ejemplo, a cambio de dinero), seguramente a los empresarios les resultaría más difícil y gravoso negociar un contrato con una cláusula de esta naturaleza. Especialmente porque éstos tendrían una disposición a pagar escasa, mientras que ahora serían los trabajadores los que venderían muy cara la renuncia de sus derechos.

Nuestro Derecho del Trabajo, aunque responde, como saben, a un planteamiento muy diferente, también tiene en cuenta esta disparidad de pago y de cobro. De hecho, es un sistema reactivo en aras a evitar los efectos de la desigual situación de las partes a la hora de negociar y, por este motivo, está plagado de normas de derecho necesario absoluto y relativo.

Permítanme sondear una explicación de nuestro régimen de extinción contractual desde este punto de vista teórico. No obstante, con carácter previo es importante distinguir entre dos conceptos propios del ámbito económico (FARNSWORTH, 281 y 282): el “coste de oportunidad” y el “coste de desembolso”. Este segundo se refiere a la suma monetaria que efectivamente se paga. El de oportunidad es “el valor de la mejor de las alternativas que se han dejado pasar al optar por lo que se ha optado”. Cualquier decisión que se adopte engloba ambos costes. Por ejemplo, el precio de una entrada al cine incluye el valor monetario de la misma, más el valor de la actividad alternativa al alcance más valiosa que se ha dejado de hacer por ir al cine. En el caso de la reventa de entradas a un concierto, este sumatorio arroja resultados muy ilustrativos de cómo funciona el efecto combinado de estos costes, porque el de oportunidad incluye el precio que se esté pidiendo en la reventa (si se han pagado 100 € y en la reventa están a 500 €, disfrutar del concierto supone renunciar a los 400 € que se obtendrían si se revendiera la entrada). De hecho, aunque realmente no acostumbramos a pensarlo de este modo, desde un punto de vista económico, todos los asistentes a un concierto, de hecho, pagan el precio equivalente al de la reventa. En la práctica, las personas no vislumbramos nuestras alternativas en estos términos (lo que explicaría que no tomemos decisiones acordes con ellas).

Volviendo al despido, nuestro sistema es causal y, además, esta regla no puede ser objeto de negociación. Sin embargo, los trabajadores no tienen una posición de negociación tan fuerte como la que ostenta el empresario al formalizar el contrato (pues, recuérdese, en sus manos está el poder de contratar o no). Esto es así porque, a pesar de que no es posible renunciar al sistema de extinción causal (para implementar alternativamente uno libre), la existencia de un sistema de indemnización legal tasada permite dos cosas:

  • En primer lugar, soslaya la necesidad de negociar con los trabajadores a propósito de su disposición a cobrar por renunciar al despido causal; y,
  • En segundo lugar, a diferencia de lo que nos sucede normalmente en nuestro comportamiento cotidiano, los empresarios pueden vislumbrar con bastante claridad el coste de oportunidad de sus decisiones.

En el caso del despido disciplinario ejecutado a sabiendas que no concurre causa suficiente, aunque es difícil de medir, es claro que el coste de oportunidad es superior al coste de desembolso. En cambio, en ocasiones, a pesar del carácter tasado de la indemnización, puede suceder que el coste de desembolso sea lo suficientemente elevado como para hacer que la situación alternativa (mantener al trabajador en la empresa) sea más atractiva.

No obstante, la introducción de la indemnización complementaria a la legal tasada podría alterar sustancialmente este escenario. Si la doctrina jurisprudencial confirma las decisiones de fondo del CEDS, los trabajadores ostentarán el derecho a una indemnización complementaria a la legal tasada en determinados supuestos extintivos sin causa.

Dado que el empresario es el que sigue teniendo el poder de contratar o no, la posibilidad de negociar el precio de esta indemnización superior antes de formalizarse el contrato podría calificarse como una renuncia de derechos ilícita. En cambio, la posibilidad de negociar esta indemnización en el momento de la extinción sí es factible. En este caso, es claro que la disposición a cobrar por renunciar al derecho a una indemnización complementaria será superior al que el empresario está dispuesto a pagar. Las circunstancias del caso, la doctrina de los tribunales predominante y la incertidumbre del resultado judicial serán los factores que impulsarán con mayor o menor fuerza a las partes a alcanzar un acuerdo (en la actualidad, en cambio, el carácter tasado de la indemnización, sin salarios de tramitación, combinado con la pendencia judicial se convierte en un poderoso acicate que empuje a los trabajadores a aceptar rebajas en la indemnización y así acelerar su cobro).

 

CODA: la economía ya no puede seguir autocalificándose como la “física social”

El efecto dotación no deja de ser una manifestación del comportamiento prototípico del homo sapiens. Y el origen de esta “forma de pensar” tan “humana” ha sido objeto de estudio por parte de la economía del comportamiento; cuya verdadera función y esencia (según THALER, 367) es “destacar aquellas formas de conducta que no encajan con el modelo racionalista estándar, y demostrar que, a menos que se acceda a modificar tal modelo para incluir la atención a los costes hundidos y todo lo demás, sus predicciones serán casi siempre erróneas”.

Esta objeción atesora una enorme carga de profundidad, pues, evidencia la existencia de variabilidad y arbitrariedad en la toma de decisiones y, con ello, rebate de forma implacable la teoría de la elección racional y a los modelos económicos liberales que sustenta. El Análisis Económico del Derecho se ha erigido en una poderosa herramienta para tratar de identificar un patrón de conducta que explique el comportamiento estratégico del individuo ante la norma. Y, por consiguiente, atesora (en hipótesis) una potente capacidad predictiva.

Sin embargo, desde postulados “conductistas” se ha puesto en duda la validez de la teoría de la elección racional del homo oeconomicus, evidenciando sus limitaciones intrínsecas (además de las morales asociadas al utilitarismo [11]). Como expone ARIELY (258), “la economía estándar presupone que somos racionales; que conocemos toda la información pertinente relacionada con nuestras decisiones, que podemos calcular el valor de las distintas opciones que afrontamos, y que cognitivamente nada nos impide sopesar las ramificaciones de cualquier potencial decisión. El resultado es que se da por supuesto que tomamos decisiones lógicas y sensatas. Y aunque de vez en cuando tomemos una decisión equivocada, la perspectiva de la economía estándar sugiere que de inmediato aprenderemos de nuestros errores, bien por nosotros mismos, bien con la ayuda de las ‘fuerzas del mercado’”[12].

Y es obvio que esto no es así. Siguiendo la exposición de THALER (29 a 32), el problema de la teoría económica reside en que emplea un modelo en el que se “sustituye al Homo sapiens [y que denomina “Humanos”] por una criatura ficticia llamada Homo economicus” (y que, para abreviar, suele llamar como “Econ”) y esto provoca que con los modelos económicos se alcancen predicciones erróneas. Añadiendo que “irónicamente, la existencia de modelos formales basados en esta idea equivocada del comportamiento humano es precisamente lo que concede a la ciencia económica su reputación de ser la más poderosa de las ciencias sociales, poderosa en dos sentidos claramente diferenciados. El primero es indiscutible: de entre todos los conflictos sociales, los economistas son los que más influencia tienen en las políticas públicas (…). El otro es que la economía también está considerada como la más poderosa de las ciencias sociales en el ámbito intelectual, poder que se deriva del hecho de que posee un núcleo teórico unificado del que parte casi todo”. Hasta el extremo de que “los economistas suelen comparar su campo con el de la física, ya que al igual que ésta, la economía se basa en unas pocas premisas iniciales”.

El problema – siguiendo con el mismo autor – es que “premisas en las que se basa la teoría económica son imperfectas”, porque, primero, “los problemas de optimización a los que se enfrenta la gente normal [“humanos”] a menudo son demasiado difíciles como para que los puedan resolver, o incluso acercarse a su resolución”; segundo, “las creencias a partir de las cuales la gente toma sus decisiones no son imparciales. Puede que el exceso de confianza no aparezca en el diccionario de los economistas, pero es un rasgo muy arraigado en la naturaleza humana, y existen innumerables otros sesgos bien documentados por los psicólogos”; y, tercero, “existen numerosos factores que el modelo de optimización no incluye”. De hecho, añade que, lejos de ser propiedades Humanas ilimitadas, en realidad operan las siguientes restricciones: “racionalidad limitada, fuerza de voluntad limitada y egoísmo limitado”[13].

Estas limitaciones cognitivas del ser humano (o “racionalidad limitada” – según el premio Nobel de economía Herbert SIMON) precipitan errores en la interpretación de los hechos, en la toma de decisiones y sesgan la identificación de lo que más le conviene (traduciéndose todas ellas en actuaciones que van en contra del propio interés de los individuos o evidencian el carácter inconsistente de sus preferencias). De modo que (ARIELY, 252, 262 y 263), “no somos nobles en nuestra razón ni infinitos en capacidad, y nuestra comprensión resulta ser más bien pobre”. Especialmente porque hay una serie de fuerzas (emociones, relatividad, normas sociales, etc.) que influyen en nuestro comportamiento y (con independencia de si somos expertos o novatos) las subestimamos, provocando errores sistemáticos y previsibles. Somos víctimas de las “ilusiones decisorias” de nuestra mente (de un modo similar a lo que nos sucede con las ilusiones ópticas), pues, nuestras decisiones parten de la representación de la realidad que nuestro cerebro ha construido a partir de nuestros limitados sentidos que la naturaleza nos ha proporcionado [14]. No sólo no somos racionales todo el tiempo, sino que, incluso, podemos acabar tomando decisiones que nos perjudican (TIROLE, 138 y 139). Lo que, a su vez, socaba la soberanía del consumidor. Esto es, uno de los pilares de la ortodoxia liberal (THALER, 376):

“la noción de que toda persona siempre elige bien, o al menos mejor de lo que toda otra podría elegir por ella. Al agitar los fantasmas de la racionalidad y el egoísmo limitados, lo que hacíamos era socavar este principio, pues si la gente es capaz de cometer errores, entonces resulta concebible, al menos en teoría, que alguien pueda ayudarles a elegir mejor”.

En definitiva, en la medida que nuestro sistema cognitivo y el juicio que de él se deriva está sesgado, hay elementos suficientes para poner en duda el fundamento medular de la teoría económica más ortodoxa, esto es, la teoría de la elección racional y, por ende, de la maximización de la utilidad esperada. Así pues, la economía tiene dificultades para seguir autocalificándose como “la física social”. Y esta circunstancia (TIROLE, 137 y 138) la ha forzado a mirar cada vez más al resto de ciencias sociales incorporando sus aportaciones, abandonando su pretensión imperialista (y en base a la cual fagocitaba a sus “hermanas”).

Ahora bien, permítanme tres últimas puntualizaciones:

Primera (CORONA, 39), el hecho de que la Ciencia Económica no pueda explicarlo todo, no significa que no pueda explicar nada. En efecto, aunque se descarte la perspectiva unidireccional que propone la lógica utilitarista, no debe concluirse la completa inadecuación de la metodología económica o de su capacidad analítica. Especialmente, si se tiene en cuenta que (CALSAMIGLIA, 268) “la teoría económica ha utilizado profusamente instrumentos analíticos formales muy sofisticados para apuntalar sus tesis”. Como apunta THALER (33), “no es necesario echar por la borda todo lo que sabemos sobre el funcionamiento de las economías y los mercados”, tales teorías (las basadas en el supuesto de que todo el mundo es un “Econ”), “no deberían ser descartadas, pues siguen siendo un útil punto de partida para la creación de modelos más realistas”, pues, “lo que necesitamos es un enfoque más rico a la hora de llevar a cabo investigaciones económicas, uno que reconozca la existencia y la relevancia de los Humanos”.  Por ello (CALSAMIGLIA, 268), puede afirmarse que su utilidad no reside tanto en las posibilidades de describir detalladamente la realidad, sino “en la luz que puede ofrecer para plantear problemas, para preguntarse desde el modelo por qué la realidad es como es y para proponer medidas para mejorar la sociedad”.

Segunda, los partidarios de los planteamientos más liberales no parecen demasiado preocupados por el carácter descarriado de la mano invisible del mercado (ni tampoco molestos por las objeciones científicas que drenan la solidez de sus teorías). De hecho, lo que sucede es lo contrario. Los enfoques más ortodoxos, últimamente, están experimentando un renovado predicamento y un creciente apogeo a nivel político y social. El problema de este fenómeno no es el desprecio a la evidencia científica, sino que también es ciego a los efectos perniciosos que irroga en las personas que padecen sus efectos.

Tercero. Un detalle interesante del experimento de las tazas es que sus resultados fueron expuestos en un seminario de Análisis Económico del Derecho de la facultad de derecho de la Universidad de Chicago. La osadía de cuestionar la validez del teorema de COASE (¡en la cuna de la mentalidad libertaria y en presencia, entre otros, de Richard POSNER!), me imagino que todavía debe recordarse (y – como afirma THALER,  372 – seguramente, como un acto de “Alta traición”).

De hecho, este experimento cumple con muchas de las virtudes a las que aspira todo investigador (y que traté de sintetizar en «Los límites del conocimiento«):

  • a mantener el conocimiento flexible y no convencional;
  • al acercamiento paciente a las incognitas y desafíos;
  • a la carencia de lealtad a lo que los otros piensan y a evitar los silos informativos;
  • a desvincularse de la infección ideológica;
  • a asumir riesgos y a adoptar una permanente postura tentativa;
  • a aceptar el error y compartirlo;
  • a la provisionalidad de las teorías (evitar el atrincheramiento cognitivo);
  • a la franqueza y a no tomar atajos;
  • a adoptar un espíritu de cooperación (incluso con quienes tratan de refutarnos);
  • a tener el valor de cambiar las propias perspectivas;
  • a plantear buenas preguntas;
  • a confiar que hay respuestas y que podemos encontrarlas;
  • a asumir la humildad intelectual y el carácter finito de nuestro saber;
  • a permanecer en un permanente estado de duda;
  • a ser un aprendiz vitalicio y mirar por encima del muro de la ignorancia;
  • a transmitir la pasión por la investigación;

A Richard THALER le dieron el premio Nobel de Economía por estos avances.

Yo, además, le hubiera regalado mi taza…

 

 

Bibliografía citada

  • ARIELY, D. (2008), Las trampas del deseo, Ariel, Madrid.
  • ARIELY, D. y KREISLER, J. (2018), Las trampas del dinero, Ariel, Madrid.
  • BELTRAN DE HEREDIA RUIZ, I. (2013), «Reformas laborales y aproximación crítica al Análisis Económico del Derecho: La Teoría de los ‘Property Rights y el carácter redundante del Derecho», Revista de Derecho Social, núm. 62.
  • CALABRESI, G. (1984), El coste de los accidentes, Ariel, Madrid.
  • CALSAMIGLIA, A. (1987), «Eficiencia y derecho», DOXA, núm. 4.
  • COASE, R. (1981), «El problema del coste social», Hacienda Pública Española, núm. 68.
  • CORONA, J. F. (1993), «La racionalidad en el análisis económico», en Análisis Económico del Derecho y de la Política (Ed. Puy Fraga). Fundación Afredo Bañas, Santiago de Compostela.
  • DEMETZ, H. (1981), «Hacia una teoría de los derechos de propiedad», Papeles de Economía Española, núm. 68.
  • DWORKIN, R. (1998), «¿Es la riqueza un valor?», Estudios Públicos, núm. 68,
  • FARNSWORTH, W. (2020), El analista jurídico, Aranzadi.
  • FURUBOTN, E. G. y PEJOVICH, S. (1981), «Los derechos de propiedad y la teoría económica: examen de bibliografía reciente», Hacienda Pública Española, núm. 68.
  • HIERRO, L. (1998), «Justicia, Igualdad y Eficiencia”, Isonomía, núm. 9.
  • MERCADO PACHECO, P. (1994), El análisis económico del derecho. Una reconstrucción teórica, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.
  • PAZ-ARES, J. C. (1981), «La economía política como jurisprudencia racional», Anuario Derecho Civil.
  • POLINSKY, M. A. (1985), Introducción al análisis económico del derecho, Ariel, Madrid.
  • REBUFFA, G. (1985), «El análisis económico del derecho», Anales de Cátedra Francisco Suárez, núm. 25.
  • SANDEL, M. J. (2013), Lo que el dinero no puede comprar. Penguin Random House, Barcelona
  • SCHWARTZ GIRÓN (1980), «Teoría Económica de los derechos de apropiación”, en La nueva economía en España y Francia, Forum Universal Empresa, Madrid.
  • SUNSTEIN, C. R. (2017), Paternalismo libertario: ¿por qué un empujoncito?, Herder Editorial.
  • SUNSTEIN, C. R., JOLLS, C. y THALER, R. H. (1998), «A Behavioral Approach to Law and Economics». Stanford Law Review, 50(5). Disponible en: https://chicagounbound.uchicago.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=12172&context=journal_articles.
  • THALER, R. H. (2016), Portarse mal, Deusto, Barcelona.
  • TIROLE, J. (2018), La economía del bien común, Penguin Random House, Barcelona.
  • TOMÁS CARPI (1984), «El enfoque de los ‘property rights’: una revisión crítica”, Hacienda Pública Española, núm. 89.
  • TORRES LÓPEZ, J. (1987), Análisis Económico del Derecho. Panorama Doctrinal, Tecnos, Madrid.
  • TVERSKY, A. y KAHNEMAN, D. (1974), «El juicio bajo incertidumbre: heurísticas y sesgos». En Pensar rápido, pensar despacio. Penguin Random House, Barcelona.
  • VÁZQUEZ, R. (1996), «Comentarios sobre algunos supuestos filosóficos del análisis económico del derecho», Isonomía, núm. 5.

 

 

 

 

 


[1] El análisis de las externalidades exige la distinción entre las relevantes de las que no lo son y la determinación de cuál es la respuesta institucional más adecuada para su internalización. Por otra parte, debe tenerse en cuenta que pueden ser positivas o negativas en función de si los individuos disfrutan de beneficios/costes adicionales que no han pagado/no han sido compensados. MERCADO PACHECO, 136.

[2] Según la opinión de POSNER – recogida por SCHWARTZ GIRÓN (132, 136, 137 y 141) – un sistema de derechos de propiedad debería tender idealmente hacia la universalidad y se encuentran en constante redefinición, a medida que cambian las condiciones técnicas de la oferta o los gustos de la demanda. Sin olvidar que es posible que los costes de vigilancia sean muy superiores a los beneficios que se obtendrían de ser respetado el derecho.

[3] Ejemplo extraído de POLINSKY, 23 y 24.

[4] Si existieran costes de transacción la solución eficiente no podría alcanzarse con independencia de la delimitación de los derechos establecidos. Supongamos que el hecho de que los vecinos se reúnan, se asesoren legalmente, alcancen un acuerdo y acaben contratando con la fábrica supusiera un coste de 30 € a cada uno (en total, 150 €). En el caso que se reconociera un derecho al aire limpio, la solución sería la misma que si no hubieran costes de transacción (la fábrica acabaría instalando el filtro depurador, por 150 €). En el caso de que se reconociera un derecho a contaminar, los vecinos tienen tres opciones:

  1. Asumir los daños (350 €);
  2. Comprar las secadoras (250 €); o bien,
  3. Pagar a la fábrica la instalación del filtro 300 € (150 € coste del filtro más 150 € costes de transacción).

En este caso, con costes de transacción positivos, se alcanzará una solución que no es eficiente, pues, los vecinos acabarán optando por comprarse cada uno una secadora eléctrica. En este escenario, el teorema de COASE sugiere que lo deseable es que el Derecho establezca normas que reduzcan al mínimo los costes de transacción y, si no fuera posible, que se establezcan reglas que permitieran la consecución de soluciones iguales a las que se alcanzaría con el funcionamiento del mercado. En el ejemplo, se trataría de que el ordenamiento jurídico reconociera el derecho al aire limpio (pues, si se reconociera el derecho a contaminar, no se alcanzaría una solución eficiente).

[5] MERCADO PACHECO, 143.

[6] Por ejemplo, ver al respecto, el trabajo de HIERRO. Una síntesis (muy modesta) en BELTRAN DE HEREDIA RUIZ.

[7] De hecho, mientras que en este supuesto la suma que uno está dispuesto a pagar es inferior, en ocasiones, también puede suceder que sea superior. Es el conocido fenómeno según el cual “siempre está mejor cuidado el jardín del vecino”, que “lleva a alguien a desear la propiedad de su vecino aún más que si ésta fuera propia. De encontrarse mucha gente con frecuencia en esa posición, la maximización de la riqueza social sería esencialmente inestable. La riqueza social sería mejorada por una transferencia de alguna pro piedad de A a B, pero luego mejorada por una nueva transferencia de B a A y así sucesivamente. En estas circunstancias, pues, la maximización de la riqueza sería un criterio cíclico —una característica muy poco conveniente para un criterio de mejora social”

[8] La inercia o el sesgo del statu quo, sería otro factor poderoso (THALER, 228): las personas “se quedan con lo que tienen a menos que exista una buena razón para cambiar, o incluso aunque exista una buena razón para cambiar (…). La aversión a las pérdidas y el sesgo del statu quo suelen asociarse creando una fuerza poderosa que inhibe la propensión al cambio”.

[9] O, como apunta DWORKIN (261) (rebatiendo el concepto de “eficiencia”, identificado con la idea de maximización de la riqueza, planteado por POSNER y que éste formula como un intento de superar las deficiencias del concepto de eficiencia paretiano y de Kaldor-Hicks): “alguien que pide por algo que posee, más de lo que pagaría para adquirirlo. Si tengo suficiente suerte para poder comprar entradas para Wimbledon por £ 5 en la lotería anual, no las venderé por, digamos, £ 50, si bien ciertamente no pagaría £ 20 por ellas si pierdo en la lotería. Si mucha gente se encontrase en esa posición con respecto a muchos bienes, la maximización de la riqueza no sería alcanzable independientemente de la vía elegida; la distribución final que alcance una cierta maximización de la riqueza sería diferente, aun dada la misma distribución inicial, dependiendo del orden en que han sido efectuadas las transferencias intermedias. Esta dependencia (…) introduce, no obstante, un elemento de arbitrariedad en cualquier esquema de transferencias diseñado para promover la maximización de la riqueza social”

[10] El concepto de aversión a las pérdidas (THALER, 67, 68, 431) se refiere a la idea de que los individuos son “amantes del riesgo en caso de las pérdidas”, de modo que “están dispuestos a asumir el riesgo de perder más con tal de tener la oportunidad de poder no perder en absoluto”. Hasta el extremo que “las pérdidas duelen aproximadamente el doble de lo que gustan las ganancias”. Esto es “la gente suele ser amante del riesgo en el ámbito de las pérdidas cuando tiene la oportunidad de recuperarlas”.

[11] Extensamente sobre cómo los mercados a través de los incentivos desplazan la moral, SANDEL, 89 y ss.

[12] Siguiendo con ARIELY (259 y 260), “según los supuestos de la economía estándar, todas las decisiones humanas son racionales e informadas, motivadas por un concepto preciso de la valía de todos los bienes y servicios, y de la cantidad de felicidad (utilidad) que probablemente producirá cada decisión. Bajo esta serie de supuestos, todos los participantes en el mercado tratan maximizar su beneficio y se esfuerzan en optimizar sus experiencias”.

[13] THALER, 362; y SUNSTEIN, JOLLS y THALER, 1476. Limitaciones que también son apuntadas por CALABRESI (107), cuando afirma que las personas desconocen aquello que más les conviene.

[14] Al respecto también, SUNSTEIN (10 y ss). Y especialmente cuando afirma (12): “los descubrimientos sobre el comportamiento humano crean problemas para el argumento epistémico porque muestran que la gente comete muchos errores, algunos de los cuales pueden resultar extremadamente dañinos”. Si bien es cierto que (13 y 14) “la mayor parte del tiempo, los mercados libres son la mejor salvaguarda contra los errores cognitivos”, no puede olvidarse que “los mercados libres también pueden recompensar a los vendedores que explotan los errores humanos”.

 

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