La vis atractiva de la mentira

By bbeltran

 

 

Una teoría evolutiva del engaño

Existe una teoría evolutiva del engaño. Como expone TRIVERS (23, 48 y 49), la selección natural ha conferido una ventaja a los individuos cuya capacidad para mentir mostraba un sentido más agudo.

Hay mariposas inofensivas que han mimetizado el diseño y el color de otras muy desagradables al gusto. Y el 1% de las aves consiguen que la cría de sus polluelos la lleven a cabo otras especies, a pesar de que el tamaño y el color de las crías pueden llegar a ser totalmente distintos (se desconoce todavía cómo es posible que estas especies no sean capaces de reconocer los polluelos ajenos o identificar su propia progenie). El camuflaje es una variante muy sofisticada del embuste y son muchas las especies que emplean falsas llamadas para engañar a sus predadores. Hacerse el muerto es otra de las tretas a las que acuden algunas víctimas para evitar el golpe mortal definitivo.

El éxito de estos efectos evolutivos depende de la frecuencia. El embuste tiene éxito si no se repite en exceso. En caso contrario, sus resultados son muy inferiores; especialmente porque la capacidad para detectar el engaño aumenta a medida que se incrementa su frecuencia (ésta habilidad fracasa si es raro). De ahí que la aleatoriedad también se ha convertido en un factor clave para disipar la detección de patrones.

El engaño está presente en todos los niveles de la vida. Además de los animales e insectos, también lo practican virus, bacterias y plantas. E, incluso, también lo hacen los genes («los elementos genéticos egoístas recurren a técnicas moleculares de disimulo para reproducirse más que otros genes»).

 

Embustes «de serie»

En la cúspide del embuste, como pueden imaginarse, se encuentra el homo sapiens.

Somos mentirosos redomados y nuestra capacidad para autoengañarnos es asombrosa. La conciencia, el lenguaje y la mentira están inextrincablemente unidos. La mentira (PÉREZ CORTÉS, 16) «no agota el dominio del engaño que incluye, entre otros, a la simulación, la disimulación, la hipocresía, la finta, el ocultamiento, el fingimiento, la insinceridad, la afectación y, en ocasiones, hasta el silencio».

Mentimos sobre acontecimientos del pasado (los reconstruimos constantemente para adaptarlos a nuestro antojo) y también lo hacemos sobre nuestros sentimientos más íntimos. Como apunta TRIVERS (41, 53, 74 y 75), «sin cesar, armamos relatos personales falsos. Sobrevaluándonos y menospreciando a los demás, generamos automáticamente historias sesgadas, según las cuales tuvimos una conducta más moral, fuimos más atractivos y tuvimos actitudes más benéficas y eficaces que las reales». Tenemos sistemas muy sofisticados para detectar y procesar información, pero también somos muy hábiles a la hora de distorsionarla de inmediato.

A nivel neurológico, el tamaño del neocórtex (su proporción relativa con respecto a la del resto del cerebro) es un indicador del empleo táctico del engaño. En los humanos parece ser que la corteza prefrontal anterior juega un papel determinante en el engaño. Hasta el punto de que (en experimentos de laboratorio) si se inhibe mediante estímulos eléctricos externos aplicados al cuero cabelludo, las personas tendemos a mentir con mayor frecuencia sobre cuestiones importantes y, no sólo lo hacemos más rápido, sino que también nos sentimos menos culpables. Esto podría explicar las razones del comportamientos de algunos mentirosos patológicos.

En todo caso, también debe advertirse lo siguiente (si tienen hijos, lo habrán experimentado en primera persona): el aprendizaje de la mentira (SÁNCHEZ PINTADO, 20, 21 y 24), «no necesita de una educación especial ni de mediaciones de orden moral; se aprende a mentir al tiempo y con la misma naturalidad con que se aprende a hablar». Hasta el punto que «los dispositivos de mentir [apreciables ya a partir de los 4 y 5 años] van unidos a la formación intelectiva y social de la personalidad».

 

La ambivalencia y normalización de la mentira

La mentira permite moldear la realidad a nuestro antojo y tiene un doble efecto: permite satisfacer nuestros deseos y, a su vez, crea un cierto aislamiento porque, al alejarnos de la verdad, crea un espacio que nos separa de los otros.

No obstante, nuestra reacción ante el engaño también es compleja. En ocasiones, a sabiendas que nos engañan (por ejemplo, ante determinados mensajes políticos o informaciones sesgadas), acabamos creyéndonos datos falsos (porque nos conviene y/o porque nos permite confirmar nuestras creencias preestablecidas).

Pero, al margen de esta postura pasiva (que no deja de ser activa, porque reajustamos lo percibido para reubicarlo en el umbral de lo verdadero), no podemos olvidar que troleamos con mucha más frecuencia de lo que estamos dispuestos a admitir externamente. Especialmente porque, como apunta ARIELY (31, 34 y 35), «engañamos hasta el nivel que nos permite conservar nuestra imagen de individuos razonablemente honestos». Esto nos lleva a elaborar un «factor de tolerancia» con el engaño. Es decir, mientras engañemos «un poco» (sin sobrepasar el límite que nos hayamos autoimpuesto – que es modular y modulable), seguimos viéndonos como seres maravillosos. De modo que blanqueamos todo lo que esté por debajo de este umbral, hasta el punto de que alteramos por completo nuestra brújula moral.

De hecho, fruto de este malabarismo mental y en un alarde de fantasía desmesurado, llegamos a justificar ciertos comportamientos deshonestos asumiendo que implícitamente nos han dado permiso para hacerlo; o bien, (en un «descuido de probabilidad» de libro) partimos de la base de que, en el fondo, «todo el mundo lo hace» (y, por lo tanto, no nos estamos desviando tanto de lo tolerado); o bien, que nos estamos «cobrando» una inexistente deuda pendiente (a modo de reequilibrio de un invisible desajuste injusto previo).

Estos procesos de racionalización flexible (más o menos consciente) nos hace inmunes a nuestras desviaciones. Hasta el punto que, a resultas de estas justificaciones autocomplacientes, nos vemos a nosotros mismos mucho mejor de lo que somos en realidad.

A la luz de lo expuesto, es claro que el engaño participa de tal ambigüedad que puede llegar a ser desconcertante. Mentimos con muecas y gestos y, como se ha apuntado, el silencio es un cómplice habitual del engaño, pero también es un poderoso aliado de la verdad. En ocasiones (GILOVICH, 102 y 103), acudimos a la mentira con el deseo de divertir; y, al tomarnos estas libertades con la verdad, surge una tensión creciente entre ajustarnos a la exactitud y el deseo de entretener a nuestros interlocutores. También es frecuente que acudamos a mentiras piadosas. Es decir, a sabiendas, nos desviamos de la verdad con el propósito de evitar un mal mayor. De hecho (SÁNCHEZ PINTADO, 15), acudimos a la mentira para mantener en buen orden la convivencia: hay verdades evidentes que es mejor ocultarlas o negarlas, porque decir la verdad puede ser nocivo.

En otro orden de consideraciones, esta capas de complejidad tan intrincadas describen un atributo difícilmente computable; y (aunque, seguramente, no deberíamos alardear mucho por ello), la sabiduría que atesora la mentira es tal que probablemente acabará delimitando un reducto de inteligencia exclusivamente humana, vedado para la inteligencia artificial.

Esta idea se refuerza si se repara que (SÁNCHEZ PINTADO, 12, 13, 57 y 58) la mentira es ambivalente. Podemos mentir diciendo la verdad si sabemos que nuestro interlocutor no nos van a creer; o bien, sólo decimos la verdad a quienes consideramos que tienen derecho a ello; o bien, incurrimos en el engaño en el instante que apreciamos que estamos traicionando principios «sin los cuales la verdad misma carece de sentido» (como, por ejemplo, si delatáramos a seres queridos injustamente perseguidos y a quienes escondemos).

De modo que «la mentira no depende de la verdad o falsedad de lo que se dice, sino de la intención de quien lo dice». Esto hace que la mentira se despliegue en un entorno verdaderamente líquido y reversible, en el que se «entrecruzan y en ocasiones se invierten los términos de veracidad y mendacidad».

 

Coda

Lo más curioso es que, desde muy pequeños, nos prohíben mentir de forma absoluta (como si nuestros padres fueran kantianos convencidos); pero, a medida que creces, te das cuenta que la dicotomía entre la verdad y la mentira es mucho más difusa y que la escala de grises es extraordinariamente rica. De modo que, aposentada cómodamente, la capacidad para mentir va floreciendo en sofisticación y, además, son muchas las ocasiones en las que, no sólo estamos obligados a trolear, sino que esperamos que sea un comportamiento universalmente compartido.

En todo caso, no estoy sugiriendo que nuestra vida sea toda ella un engaño. Ahora bien, es claro que su cuenca de atracción es poderosa y, dado que no podemos alejarnos de este remolino, siempre nadamos en aguas de deshonestidad, que (según el caso) son más o menos turbias.

En el fondo, conocer las verdades de la mentira puede ser una buena muleta para mantener el equilibrio en esta pendiente tan resbaladiza.

 

 

 


Bibliografía citada

  • Dan ARIELY (2012), Por qué mentimos, Ariel.
  • Thomas GILOVICH (2009), Convencidos, pero equivocados, Milrazones.
  • Sergio PÉREZ CORTÉS (1998), La prohibición de mentir, Siglo XXI.
  • Fernando SÁNCHEZ PINTADO (2023), La desconcertante ambigüedad de la mentira, Pre-textos.
  • Robert TRIVERS (2013), La insensatez de los necios, Katz.

 

 

 

#AIFree

 

 

 

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