Podríamos pensar que el alineamiento de una persona al mandato de la Ley está estrechamente vinculado a la probabilidad (mayor o menor) de ser descubierto. Conforme a este modelo de conducta (basado en un «simple» análisis de coste-beneficio), bastaría con incrementar las sanciones y/o la probabilidad de sorprender a los infractores para reducir las conductas alejadas del ideal normativo.
Sin embargo, lejos de los planteamientos basados en la teoría racional del delito (BECKER), conviene tener en cuenta que, por un lado, nuestro exceso de confianza nos lleva a hacer estimaciones sobre el acaecimiento de eventos del futuro muy alejados de la realidad. En efecto (KAHNEMAN, p. 27), en la medida que somos incapaces de pensar estadísticamente, padecemos una notable y desconcertante limitación cognitiva que se traduce, primero, en un exceso de confianza en lo que creemos saber; y, segundo, en una aparente incapacidad para reconocer las dimensiones de nuestra ignorancia y la incertidumbre del mundo en que vivimos.
Y, por otro lado, como expone ARIELY (2012, p. 30 y 31),
«la probabilidad de ser descubierto no tiene una gran influencia en la magnitud del engaño. No estoy diciendo que en las personas no influya nada la probabilidad de que las pillen – al fin y al cabo, nadie va a robar un coche si hay un policía cerca -, pero los resultados ponen de manifiesto que el hecho de ser sorprendido no tiene tanta importancia como cabría esperar».
De hecho, algunas experimentaciones sugieren que «engañamos hasta el nivel que nos permite conservar nuestra imagen de individuos razonablemente honestos».
Sin duda, se trata de una afirmación de suma relevancia, pues, hasta cierto punto queremos sacar provecho de la deshonestidad, de modo que cada uno de nosotros tiene su propio «nivel de deshonestidad». Y la intensidad de nuestra honestidad, ¡no tiene una correlación directa con la probabilidad de ser descubiertos!
Nos regimos por un extraordinario y flexible «factor de tolerancia» (ARIELY, 2012, p. 34, 35 y 226) que nos permite engañar sólo un poco, de modo que podemos seguir sintiéndonos bien con nosotros mismos.
De modo que a través de esta racionalización de nuestras conductas desviadas, conseguimos que nuestra deshonestidad nos sea invisible (no la vemos en nosotros mismos).
Distancia entre la acción deshonesta y sus consecuencias
Los experimentos llevados a cabo por ARIELY (2012, p. 38 y ss.), sugieren que, por ejemplo, estamos más dispuestos a robar algo que no tenga atribuido explícitamente un valor monetario (por ejemplo, el bocadillo del compañero de la nevera, un bolígrafo o el papel de la impresora) que dinero en metálico.
O, dicho de otro modo, «las personas tienden a ser más deshonestas en presencia de objetos no monetarios – como lápices o fichas – que ante dinero de verdad».
Y, además, es preocupante observar, como expone ARIELY a partir de numerosas experimentaciones (2008, p. 240), que, cuando se nos da la oportunidad, hacemos trampas (aunque sólo un poco).
Y la clave para tratar de explicar este comportamiento es que identifiquemos la existencia de una distancia entre la acción deshonesta y sus consecuencias (2012, p. 37 y 39). Esta distancia tiene un efecto determinante, pues, libera a la gente de sus ataduras morales, empeorando nuestra brújula moral.
Lo peor es que los ámbitos en los que este comportamiento está presente es vastísimo.
Así, por ejemplo, esto explicaría cierta condescendencia (o nulo reproche) con la percepción de ciertos obsequios no monetarios (lamentablemente famosos en ciertos ámbitos políticos) a cambio de «favores» o «preferencias»; u otras muchas prácticas dudosas o tramposas sin que medie directamente dinero en efectivo.
Y es obvio que el laboral no está exento en absoluto. Por ejemplo, quizás, esta «distancia», también explicaría ciertas prácticas empresariales con sus trabajadores (por ejemplo, al formalizar contratos temporales ilícitos) o con terceros (seguridad social, hacienda o clientes).
Y también el propio comportamiento de los trabajadores. Por ejemplo, quizás, también podría explicar el caso resuelto por la STS 21 de septiembre 2017 (rec. 2397/2015 – extensamente aquí) en relación al despido de una cajera-reponedora que se apropió de determinados productos de alimentación en otro supermercado de la misma empresa, distinto al que constituía su centro de trabajo en el que prestaba servicios.
En definitiva, el incremento de la distancia psicológica entre una acción deshonesta y sus consecuencias hace incrementar el factor de tolerancia y esto provoca que los seres humanos tiendan a engañar más (ARIELY, 2012, p. 37 y 60).
Sesgo de confirmación
Lo anterior está estrechamente vinculado con otra «habilidad» humana: tenemos una capacidad amplia y expansiva para justificar y racionalizar con extraordinaria frecuencia nuestros comportamientos deshonestos cuando no tienen que ver directamente con el dinero. Esto nos resulta ciertamente «útil», pues, nos permite distanciarnos del conocimiento de que estamos incumpliendo las normas (ARIELY, 2012, p. 165). De modo que (ARIELY, 2008, p. 237) «somos expertos a la hora de racionalizar nuestra pequeña deshonestidad».
Y en este ámbito el sesgo de confirmación tiene una capacidad poderosísima para «blanquear» nuestro comportamiento. Este «portavoz interno» (como lo denomina HAIDT, p. 124) es especialmente hábil a la hora de justificar automáticamente todo, construyendo una «negación plausible».
Esta inmunización frente a nosotros mismos aumenta nuestra capacidad para ser deshonestos (y nos da argumentos para continuar siéndolo en el futuro) y, al mismo tiempo, no impide que sigamos considerándonos honestos. Y, lo más «interesante» es que engañamos lo justo para sentirnos bien con nosotros mismos. En concreto (HAIDT, p. 130), hasta que ya no somos capaces de encontrar una justificación que conserve nuestra creencia en nuestra propia honestidad.
De algún modo (ARIELY, 2008, p. 244 y 245), estos engaños se encuentran en los límites inferiores de la deshonestidad humana. Es decir, se refieren al nivel de deshonestidad que practican las personas que aspiran a ser éticas y que desean verse a sí mismas como éticas. De modo que, a pesar de tener una alta consideración de nosotros mismos en términos de bondad y rectitud moral, no somos inmunes a nuestra ceguera mental y podemos acabar realizando acciones que prescinden de nuestras pautas morales a fin de obtener diversas compensaciones (sin dudar de nuestra propia virtud).
Y esta forma de pensar resulta particularmente inquietante (¿no creen?).
Y lo expuesto, quizás, explicaría la (asombrosa) perplejidad que muestran algunos cuando se descubren las corruptelas, trampas o engaños que han estado cometiendo de forma reiterada en el tiempo.
El engaño es infeccioso (una derivada del conformismo)
El conformismo es un fenómeno ampliamente analizado en la psicología social.
Siguiendo a ARONSON (p. 36),
«puede definirse como un cambio en la conducta u opiniones de una persona como resultado de una presión real o imaginada de personas o grupos de personas» (si quieren observar la fuerza de este fenómeno pueden visualizar este experimento clásico de ASCH, o bien, estos – más «divertidos» – en un ascensor o en una sala de espera de una clínica).
Desde este punto de vista, no debe sorprendernos que el engaño pueda aumentar cuando observamos una mala conducta de quienes nos rodean (ARIELY, 2012, p. 183 y 184). Y estas «fuerzas sociales» circundantes parece que funcionan de dos formas distintas: si quien engaña forma parte de nuestro grupo social, nos identificamos con él y, en consecuencia, puede parecernos que engañar es más aceptable desde el punto de vista social.
Ahora bien, si no pertenece a nuestro grupo, es probable que nos cueste más justificar que llevemos a cabo una conducta deshonesta y, por ello, tengamos tendencia a distanciarnos de esa persona.
En definitiva, el entorno social es determinante a la hora de definir nuestros límites de lo que es aceptable, incluido el engaño. En efecto,
«si vemos a los otros miembros de nuestros grupos sociales comportarse de manera no aceptable, es probable que también reconsideremos la brújula moral interna y adoptemos su conducta como modelo propio. Y si el miembro de nuestro grupo afín resulta ser una figura con autoridad – padre, jefe, maestro o alguien a quien respetamos -, aún hay más posibilidades de que nos veamos arrastrados a ello».
De hecho, basta con que tengamos una falsa percepción sobre el comportamiento de los demás para inducirnos a incumplir las normas. Como exponía en esta entrada, a propósito de las Cartas del Ministerio de Trabajo enviadas hace un par de años a diversos empresarios, THALER y SUNSTEIN (p. 85 y 86) se refieren a la implementación de estrategias para fomentar el cumplimiento de la legislación fiscal acudiendo al sesgo de conformidad:
“algunos contribuyentes tienden a violar la ley por la percepción equivocada – seguramente basada en los casos que airean los medios de comunicación – de que el porcentaje de ciudadanos que cumplen la ley es bastante bajo”.
Pues bien, como exponen dichos autores, en un experimento llevado a cabo en Estados Unidos (Minnesota) se constató que a los ciudadanos “cuando se les informó de que el cumplimiento de la Ley era en realidad alto, la posibilidad de que defraudaran se redujo”.
El hecho (siguiendo con ARIELY, 2012, p. 174) de que «nuestras acciones concuerden con las normas sociales de quienes nos rodean suele servirnos de consuelo». E, incluso, pueden llegar a que excusemos las malas conductas. De ahí que (p. 191 y 192),
«la conducta observada públicamente tiene un gran impacto en quienes la observan», de modo que la «mala conducta de esa misma gente puede tener grandes consecuencias descendentes en la sociedad en general».
Esto pone de manifiesto el efecto devastador que las reacciones tebias frente a la deshonestidad de personajes públicos. Y, en el lado opuesto, es esencial dar a conocer los actos de honestidad (publicitándola), pues, contribuyen de forma poderosa a nuestro sentido de la moralidad social.
Una breve valoración final
Creo que lo expuesto tiene una incidencia directa en múltiples aspectos de la relación laboral y el programa de prestación del contrato de trabajo, así como en el poder de dirección, la facultad disciplinaria y la resolutoria.
Hay numerosas situaciones en las que no somos capaces de ver nuestra deshonestidad o, viéndolas, somos lo suficientemente condescendientes como para no reprochárnosla, describiendo un conjunto de conductas jurídicamente relevantes.
Creo que a pesar de esta dolorosa flaqueza humana, quizás, la buena noticia es que podemos hacerla visible y, al identificarla, tratar de controlarla y, en el mejor de los casos, corregirla.
En todo caso, es evidente que la conducta humana no puede explicarse únicamente en términos internos, sino que puede estar fuertemente influenciada por el entorno. Así que, siguiendo a GIGERENZER (p. 88 y 89), para entender la complejidad de nuestro comportamiento es esencial tener en cuenta el medio físico y social en el que nos movemos. De ahí que el papel de la cultura colectiva sea esencial para poder aspirar a mejorar nuestra conducta.
Es evidente que toda aportación, por pequeña que sea, suma (y esta entrada aspira a ser una de ellas).
PD: con posterioridad a la publicación de esta entrada (y gracias al comentario de un lector), he podido acceder a un documental muy interesante sobre el tema abordado en este post: «(Des)honestidad«.
Bibliografía citada
- ARIELY, D. (2012). Por qué mentimos. Ariel.
- ARIELY, D. (2008). Las trampas del deseo. Booket.
- ARONSON, E. (2018). El animal social. Alianza Editorial.
- GIGERENZER, G. (2018). Decisiones instintivas. Ariel.
- HAIDT, J. (2018). La mente de los justos. Deusto.
- KAHNEMAN, D. (2012). Pensar rápido, pensar despacio. Debolsillo.
- THALER, R. y SUNSTEIN, C. R. (2009). Un pequeño empujón. Taurus.
Enhorabuena por la entrada; resulta muy interesante todo este «universo» de la Psicología conductual, la Economía del comportamiento o, en particular, al hilo de estas ramas de conocimiento, la línea de reflexión de anteriores entradas, como, entre otras, la referida a los acicates y el Dº del Trabajo o aquella que parte de la pregunta de los motivos por los que, los empresarios, no cumplen con las causas de temporalidad.
Sobre la entrada de hoy, si se desea, hay un documental muy ameno e interesante, que emitieron en RTVE hace ya casi 3 años, titulado «(des)honestidad» donde se detallan los experimentos de Dan Ariely a partir de ejemplos concretos de la vida real.
Apreciado Ignacio, muchas gracias por tu comentario y la aportación. No tenía constancia de este documental. Lo he localizado en este enlace:
Nuevamente un magnífico artículo que con brevedad nos enfrenta a las miserias y contradicciones de todos y cada uno de los seres humanos. Nadie, salvo ceguera o negación patológicas, puede rechazar la certeza de que somos en diferentes grados deshonestos con nosotros mismos y con el resto, después de todo somos un animal inteligente que aprendió a sobrevivir en franca inferioridad de recursos para la supervivencia mediante el engaño y las trampas y de ese modo cazar otras especies, librarnos de ser su presa o dentro del grupo, como ser social que somos, no recibir castigos por incumplir las normas. Por tanto, el engaño y la mentira, en definitiva la deshonestidad, es inherente a la naturaleza humana.
Gracias por refrescarnos nuestra condición humana que con probabilidad, bueno más bien con seguridad, solemos apartar de nuestra conciencia por higiene mental pues además de disonancia cognitiva peor aún nos provocaría insoportables sentimientos de culpabilidad por mucho que nos digamos: «Todo el mundo lo hace».
Muy interesante y preciso. El vídeo no se oye bien tiene el audio distorsionado.
No pude verlo.
Citando a Groucho Marx: «Sólo hay una manera de saber si un hombre es honesto, preguntárselo. Si responde que sí, es un corrupto».