Los postulados de la teoría de la elección racional son particularmente controvertidos y su cuestionamiento ha sido abordado desde múltiples disciplinas. Entre ellas, la psicología cognitiva está evidenciando de forma empírica que la figura del homo oeconomicus sobre la que se sustenta todo el modelo es una ficción.
Sin duda, nuestras limitaciones cognitivas merman nuestra racionalidad. Así que, a diferencia de lo que postula el paradigma económico de la Escuela de Chicago, lejos de ser propiedades ilimitadas, en realidad, en los seres humanos operan las siguientes restricciones (THALER, p. 362): “racionalidad limitada, fuerza de voluntad limitada y egoísmo limitado”.
Estas limitaciones precipitan errores en la interpretación de los hechos, en la toma de decisiones y sesgan la identificación de lo que más nos conviene (de modo que podemos acabar actuando en contra de nuestro propio interés y/o bien ser manifiestamente inconsistentes en nuestras preferencias).
No obstante, nuestro comportamiento no es aleatorio, impredecible o libre de reglas (SUNSTEIN, 2012, 2, p. 54), sino que nuestros sesgos son previsibles y sistemáticos. Y son muchos los estudios empíricos que lo evidencian. De ahí que sea posible su análisis, así como las causas que los motivan.
En este contexto, cobra especial interés (entre otros muchos) la cuestión relativa al apego por nuestras ideas y nuestra consiguiente resistencia a desprendernos de ellas (incluso, si son erróneas). Es una cuestión que abordé en otra entrada y me gustaría ahondar un poco más en ella.
Debe partirse de la idea de que, como apunta SUTHERLAND (p. 180), la «falta de disposición a renunciar a las propias opiniones es característica de todas las profesiones y condiciones sociales».
Y, ciertamente, no soy capaz de identificar un motivo lo suficientemente convincente para pensar que los juristas (académicos o no) estemos, a priori, exentos. De modo que creo que vale la pena explorarlo.
Las derivadas de esta afirmación son múltiples, pero en el ámbito judicial emerge con especial intensidad. El objeto de esta entrada es describir este fenómeno y evaluar (o sondear) su posible incidencia.
Espero que les resulte interesante.
A. El apego a nuestras opiniones (aversión a las pérdidas, efecto dotación y costes hundidos)
Nuestras opiniones son extremadamente resistentes al cambio (SUTHERLAND, p. 200).
Y, la idea de que nuestras ideas nos «pertenecen» tiene un poderoso efecto en esta inflexibilidad.
Si lo recuerdan, en una entrada anterior, les hablé sobre la «aversión a las pérdidas». Esto es, el malestar que experimenta una persona con una pérdida es casi el doble de la satisfacción que le produce una ganancia.
La aversión a las pérdidas tiene una estrecha relación con lo que se conoce como “efecto dotación”. En síntesis (THALER, 2016, p. 47), este concepto se refiere a que “la gente valora más las cosas que ya forman parte de su dote que las cosas que podrían pasar a formar parte de ella, disponibles pero aún no adquiridas”.
De modo que valoramos más lo que tenemos que lo que un estaríamos dispuestos a pagar si tuviéramos que comprarlo. Como expuse en otra entrada, este planteamiento es predicable, sin duda, con respecto a las cosas materiales, pero también a las inmateriales, como las ideas o puntos de vista (ARIELY, p. 155).
De hecho, como afirma HAIDT (p. 125), aunque sin vincularlo explícitamente al efecto dotación,
«a las personas se les da muy bien cuestionar las afirmaciones hechas por otros, pero cuando se trata de su creencia, entonces es su posesión, casi como una hija, y en ese caso lo que quieren es protegerla, no cuestionarla y arriesgarse a perderla».
En paralelo, nuestra resistencia a aceptar otros planteamientos también puede estar relacionada con lo que se conoce como «la falacia de los costes hundidos«. En efecto (THALER, 2016, p. 109 y ss.), la teoría de la elección racional sugiere que una vez efectuado un gasto y el dinero no se va a recuperar, éste es un «coste hundido» y, por consiguiente, nuestras decisiones deben ignorar totalmente estos costes.
Sin embargo, a las personas nos cuesta mucho aceptar esta máxima y no tenerlos en cuenta en nuestras decisiones, de ahí que se hable de la «falacia de los costes hundidos» (o – como apunta SUTHERLAND, p. 139 – del «error del coste invertido»).
Aplicado al ámbito de las ideas (THALER, 2016, p. 373), ¿es posible que nos aferremos a nuestras teorías, defendiéndolas con uñas y dientes, simplemente porque únicamente estamos prestando atención a los costes hundidos? Sin duda, yo creo (como THALER) que así es.
Y la persistencia de nuestras convicciones no se explica únicamente por un deseo de mantener la autoestima (SUTHERLAND, p. 201). En este sentido, SACKS (p. 195) afirma que
«socavar las propias creencias y teorías puede ser un proceso muy doloroso e incluso aterrador, pues nuestras vidas mentales se sustentan, de manera consciente o inconsciente, en teorías a veces investidas con la fuerza de la ideología o de la delusión».
Y, en el extremo (SUTHERLAND, p. 205), «la persistencia en una creencia puede derivar de la negativa a abandonar una buena historia inventada para explicar algo que el sujeto cree que es verdad».
Y esto adquiere una complejidad mayor si se tiende en cuenta que nuestro Sistema 1 (el «Homer Simpson» al que al que he hecho referencia en múltiples ocasiones) tiende con mucha facilidad a inventar causas en hechos pasados (KAHNEMAN, p. 142).
Y nuestro entorno tampoco ayuda a transigir. En efecto, (siguiendo con SUTHERLAND, p. 74) en la medida que tendemos a juntarnos con nuestros iguales, es poco frecuente que estemos expuestos a argumentos que sean contrarios a nuestras más profundas convicciones, y mucho menos a pruebas contrarias a ellas. Nuestras creencias se ajustan a las de nuestros compañeros, de modo que hay pocas posibilidades de eliminar los errores persistentes. Y, por ejemplo, la pertenencia a determinados grupos científicos o corrientes de opinión no facilitan precisamente las cosas en este sentido.
Y, de hecho, hay más posibilidades de que una persona se retracte de una decisión manifestada en privado que en público, aunque la decisión sea errónea. Y es curioso porque estos cambios de opinión, ante la evidencia de nuevos datos, lejos de evidenciar nuestra debilidad, deberían estar mostrando nuestra racionalidad.
B. Inercia (statu quo)
La aversión a las pérdidas tiene una derivada muy importante: la inercia o statu quo.
En efecto, siguiendo a KAHNEMAN y TVERSKY (p. 586 y ss.), “la aversión favorece la estabilidad frente al cambio”, pues, si las pérdidas pesan más que las ganancias, las desventajas (entendidas como pérdidas) asociadas a estados alternativos al mantenimiento del statu quo, hacen que quien toma la decisión contraerá un sesgo que favorecerá mantenerse como estaba.
Por consiguiente (SUNSTEIN y THALER, p. 51),
“la aversión a la pérdida contribuye a producir inercia”, pues, produce un “nudge [“empujón”] cognitivo que nos impulsa a no hacer cambios, incluso cuando éstos nos benefician mucho”.
Y, tratando de comprender mejor a la inercia, siguiendo a SUNSTEIN (2012, 1, p. 11 y 12), para modificar una regla por defecto, las personas tienen que adoptar una elección activa rechazando esa regla. Lo que implica que deben centrarse en la misma y resolver una cuestión relevante (si mantenerla o no). Y añade:
“Especialmente (pero no solo) si la pregunta es difícil o técnica, es tentador diferir la decisión o no tomarla en absoluto. En vista del poder de la inercia y la procrastinación, las personas simplemente pueden continuar con el status quo”.
De modo que, en estas situaciones (tal y como han evidenciado algunos experimentos neurológicos), las opciones por defecto acaban teniendo un poderoso efecto y tienden a prevalecer (porque la exclusión voluntaria es menos probable). Al descartar la opción por defecto (o lo que se venía haciendo desde hace mucho tiempo) fuerza a las personas a tener que construir o identificar preferencias alternativas y es posible que no tengan ninguna en concreto y, por consiguiente, este esfuerzo sea todavía más duro o costoso.
O, dicho de otro modo (ARIELY y KREISLER, p. 142),
“no nos gusta nada vernos forzados a realizar elecciones difíciles, y desde luego no deseamos complicarnos la vida si no es necesario, por lo que tendemos a tomar la decisión más fácil y que nos resulte más familiar. Y a menudo esta decisión se ve influida por un punto de partida anclado en nuestra mente”.
C. El «olvido» de la refutación
El apego a nuestras convicciones va acompañado de otro comportamiento «particular»: siguiendo con SUTHERLAND (p. 74), la única forma de confirmar una creencia es tratar de demostrar su falsedad. En efecto (p. 184),
«para determinar la probabilidad de que una regla sea cierta, hay que intentar, por tanto, demostrar que es falsa, que es precisamente lo que no se hace».
O, como afirma TALEB (p. 110), «los casos de desconfirmación tienen mucha más fuerza para establecer la verdad. Sin embargo, tendemos a no ser conscientes de esta propiedad».
En definitiva, somos más propensos a tratar de confirmar la tesis que sostenemos que en vez de tratar de refutarla.
En efecto, (HAIDT, p. 80 y 120) somos terribles tratando de desmentir nuestros juicios, especialmente porque la mayor parte del tiempo nuestro pensamiento está pendiente de racionalizar nuestro punto de vista particular (describiendo el pensamiento confirmatorio), en vez de considerar de forma equilibrada los puntos de vista alternativos (pensamiento exploratorio).
O, como apuntan PERELMAN y OLBRECHTS (p. 82), en el marco de la teoría de la argumentación,
«El hombre con ideas preconcebidas es, por tanto, parcial, no sólo porque ha tomado partido por una idea, sino también porque ya únicamente puede valerse de la parte de los argumentos pertinentes que le es favorable, con lo que los demás se quedan, por decirlo así, congelados y sólo aparecen en el debate si el adversario los expone».
En el fondo, las convicciones interiorizadas pueden convertirse en un poderoso enemigo para nuestro avance intelectual.
D. El sesgo de confirmación y la evaluación de las pruebas
Nuestra ceguera a la hora de buscar planteamientos dirigidos a refutar nuestras convicciones como instrumento para confirmar, precisamente, su validez está estrechamente vinculada con el «sesgo de confirmación» (al que les he hecho referencia en otras entradas de este blog).
Como saben, en virtud de esta heurística (SUNSTEIN, 2009, p. 147), tendemos a buscar evidencias o información que confirmen nuestras creencias o hipótesis originales (de ahí que, añado, no sea infrecuente que las personas leamos, veamos o escuchemos medios de comunicación para que precisamente nos digan – confirmen – lo que queremos oír).
O, como afirma KAHNEMAN (p. 112),
«Contrariamente a las reglas de los filósofos de la ciencia, que aconsejan contrastar hipótesis intentando refutarlas, la gente (y los propios científicos con bastante frecuencia) busca datos que puedan ser compatibles con las creencias que actualmente tiene».
En efecto (TALEB, p. 42 y 106) tenemos «la costumbre de fijarnos en lo que confirma nuestros conocimientos, no nuestra ignorancia» (describiendo lo que él denomina un «empirismo ingenuo»).
O, dicho de otro modo, tenemos muchas dificultades para «ajustar correctamente nuestras creencias cuando nos enfrentamos a una nueva explicación» (TIROLE, p. 141). Lo que resulta particularmente preocupante si se tiene en cuenta que nuestras preconcepciones controlan nuestras percepciones e interpretaciones (OVEJERO, p. 64). Esto es, las primeras impresiones tienen un poderoso efecto perserverante y son muy resistentes el cambio.
Pues bien, como una derivada del sesgo de confirmación (SUTHERLAND, p. 183 y 196), tendemos a distorsionar las pruebas cuando no concuerdan con nuestras creencias. Su evaluación queda sustancialmente sesgada por ellas, pues, hacemos todo lo posible para ignorar aquéllas que las refutan y/o a negarnos a creerlas.
Al respecto, Francis BACON (citado por SUTHERLAND, p. 196) escribió
«la razón humana, cuando ha adoptado una opinión, hace que todo lo demás la apoye y concuerde con ella. Y aunque haya mayor número de ejemplos, y de mayor peso, en el lado opuesto, los desatiende y desdeña o, mediante una distinción, los aparta y rechaza, para que, por esta perniciosa predeterminación, la autoridad de su primera conclusión permanezca inviolada».
De hecho, confirmando esta apreciación, diversas experimentaciones han evidenciado que
«cuando se presentan dos pruebas contradictorias igual de sólidas (o débiles) se emplean criterios totalmente distintos para evaluar la que concuerda con las propias actitudes y la que las contradice».
En definitiva, tendemos a automanipular nuestras creencias: intentamos reprimir/olvidar o reinterpretar las informaciones que nos son desfavorables (TIROLE, p. 151).
E. ¿Puedo creer? ¿Debo creer?
Relacionado con lo anterior (y siguiendo con HAIDT, p. 127), «las personas invierten su coeficiente intelectual en reforzar su propio caso en lugar de explorar todo el asunto de manera más completa e imparcial».
Y, en este sentido, el planteamiento de HAIDT (p. 131) resulta especialmente sugerente, pues, cuando recibimos cierta información, internamente nos podemos hacer dos tipos de preguntas en función de nuestras convicciones previas:
«cuando queremos creer en algo, nos preguntamos ‘¿Puedo creerlo?’. Luego (…) buscamos evidencia que nos respalde, y si encontramos aunque sea una sola pieza de pseudoevidencia, podemos dejar de pensar. Ya tenemos permiso para creer. Ya tenemos una justificación, en caso de que alguien pregunte».
Por el contrario, cuando no queremos creer en algo, nos preguntamos: ‘¿Debo creerlo?’. Luego buscamos pruebas en contra, y si encontramos una sola razón para dudar de lo consultado, ya podemos descartarlo».
De hecho, son muchas las experimentaciones que evidencian que empleamos muchos trucos para alcanzar las conclusiones a las que queremos llegar.
F. ¿Los jueces son inmunes al sesgo de confirmación?
La incidencia de estas cuestiones en nuestra vida cotidiana es indudable.
Llegados a este estadio creo que deberíamos plantearnos si los jueces (en tanto que humanos) son (o no) inmunes a los sesgos. Soy consciente que se trata de un tema delicado y que puede suscitar cierta controversia, pues, es posible que algunos miembros lo vean de otro modo (una muestra aquí).
No obstante, la incidencia de los sesgos en algunas decisiones judiciales ha sido recogida por KAHNEMAN (p. 64, 169 y 416 y 417).
Y, más recientemente, como exponía una noticia de la BBC, recogiendo también algunos resultados de diversas experimentaciones en este ámbito, la racionalidad de los jueces puede verse condicionada por múltiples factores externos e internos. Y una aproximación, en términos más generales, en este trabajo de MUÑÓZ ARANGUREN o en este del mismo autor; y, desde el punto de vista del derecho penal, en este de ALONSO GALLO (y que afirma – p. 13 – que «la mayor parte de los sesgos y errores cognitivos tienen que ver con la valoración de la prueba»).
La cuestión, centrándome en el objeto de esta entrada, es si es posible que el sesgo de confirmación puede incidir en el proceso deliberativo de los órganos judiciales.
i. El ámbito de «deliberación íntima» y el sesgo de confirmación
Como bien saben (y sigo la exposición del Magistrado de la Sala de lo Social del TSJ del País Vasco, EGUARAS MENDIRI, p. 7), «la lógica de las resoluciones judiciales se expresa por su contenido narrativo».
De modo que
«para alcanzar el Fallo resolutorio de la sentencia el órgano judicial, integrado por seres humanos, razona previamente desde los hechos y los postulados del Derecho. Utiliza los razonamientos para apoyar el contenido de la solución al conflicto planteado. Bien de forma inductiva o deductiva se instrumentalizan por el juzgador los mecanismos del razonamiento para resolver el dilema del juicio. Fuera y lejos de la arbitrariedad el juez actúa explicando, basándose en el derecho valora los hechos y las posiciones de los integrantes del proceso, y desde esa base elabora su juicio definitorio. A los litigantes se les argumenta en correspondencia a sus pretensiones. El fundamento razonado ante ellas es la coherencia que exige el hombre en su devenir social y concretamente en el proceso. La congruencia es la expresión jurídica de esta coherencia».
En todo caso, como apunta PERELMAN y OLBRECHTS (p. 88 y 89), también debe tenerse en cuenta que
«muy a menudo sucede, y no es deplorable necesariamente, que incluso un magistrado que conoce el derecho, formule su sentencia en dos tiempos: las conclusiones se inspiran primero en lo que le parece más adecuado con su sentido de la equidad y por añadidura viene después la motivación técnica.¿Es preciso concluir, en este caso, que se ha tomado la decisión sin ninguna deliberación previa? De ningún modo, pues el pro y el contra podían haberse sopesado con el más sumo cuidado, pero fuera de consideraciones de técnica jurídica».
Y añaden (p. 90)
«no se podría aniquilar el valor retórico de un enunciado por el hecho de tratarse de una argumentación que se estima edificada después, aun cuando se hubiera tomado la decisión íntima, o por el hecho de tratarse de una argumentación basada en premisas a las que el propio orador no se adhiere».
De modo que
«es legitimo que quien haya adquirido cierta convicción se dedique a consolidarla con respecto a sí mismo y, sobre todo, con relación a los ataques que puedan venir del exterior; es normal que examine todos los argumentos susceptibles de reforzarla. Estas nuevas razones pueden intensificar la convicción, protegerla contra ciertos ataques en los que no se había pensado en un principio, precisar su alcance».
Y es, precisamente, en este ámbito de «deliberación íntima» en el que los jueces (en tanto que humanos) podrían verse afectados por el sesgo de confirmación, y ello sin salirse del campo específico de la argumentación jurídica ni del descrito por una regla. Y esto es así porque (PERELMAN y OLBRECHTS, p. 214) no es posible «acercar el rigor del derecho al de las matemáticas», ni tampoco «ver en el derecho solamente un orden cerrado».
Un testimonio (a mi entender) muy ilustrativo de este espacio de «deliberación íntima» puede encontrarse en una de las más fundamentadas y rigurosas sentencias que se han dictado a propósito de la laboralidad de 10 riders de Deliveroo que prestaban servicios en Barcelona.
En concreto, en la SJS/31 de Barcelona 10 de junio 2019 (núm. 193/2019) se afirma
«Desde luego que quien suscribe, como ser humano expuesto no sólo a las publicaciones de los medios de comunicación en general, sino a las opiniones doctrinales publicadas en libros, revistas y páginas de internet del ámbito jurídico, no pudo evitar formarse un criterio previo y provisional sobre la cuestión. Y ello, desde una perspectiva neurocientífica (perspectiva que no debería desatenderse en ningún ámbito de la actividad humana en que se produce la toma de decisiones) no resulta irrelevante ya que, como se pone de relieve en las actividades formativas que el CGPJ en relación con los sesgos cognitivos de los que todos los seres humanos somos ineludible objeto, es precisa una actividad reflexiva específica dirigida a superar el sesgo de punto ciego (el que hace creer que no se sufren sesgos) y el sesgo de confirmación o confirmatorio (según el cual los seres humanos tienden naturalmente a atender con prioridad toda la información o los datos que vengan a confirmar la idea o decisión ya tomada -incluso de forma inconsciente-, rechazando el resto o minimizando su importancia).
Así, el criterio de quien resuelve -no debe existir ningún obstáculo en reconocerlo- fue variando a medida que se contestó a la demanda y se practicó el juicio, fijándose el definitivo sólo cuando se examinó toda la prueba documental, singularmente la que de forma abundante aportó la parte actora y que ha permitido conocer cuál era la auténtica y concreta dinámica de la prestación de servicios en el caso de los actores. Esa variabilidad en el criterio de incluso un solo juez, obediente al progresivo análisis del caso concreto, explica por un lado el distinto signo en los pronunciamientos judiciales y, por otro, la consideración de que la cuestión es compleja y opinable».
A pesar de tratarse de una reflexión poco usual, creo que tiene el extraordinario valor de evidenciar una realidad a la que no se acostumbra a prestar excesiva atención.
Aspecto, este último, que me resulta particularmente sorprendente, en especial, si se tiene en cuenta su posible incidencia en la configuración de la estrategia de las partes en un proceso.
ii. La técnica del «COPEGO» (¿e irracionalidad?) y el sesgo de confirmación
Con anterioridad, he hecho referencia a que el sesgo de confirmación podría intervenir en el ámbito de «deliberación íntima» de los órganos judiciales sin salirse del campo específico de la argumentación jurídica.
No obstante, siguiendo el planteamiento de EGUARAS MENDIRI, la técnica judicial consistente en la «aplicación en el razonamiento judicial de un método de copiar y pegar un texto previo de otra sentencia», y que denomina «COPEGO», podría estar cuestionando la requerida razonabilidad.
A partir del análisis de todas las sentencias (en total, 62) dictadas por la Sala de lo Social del TS en noviembre de 2018 (y en un epígrafe titulado «enmascarando la irracionalidad»), este Magistrado sostiene lo siguiente (p. 14),
«Marcuse indicaba el carácter racional de la irracionalidad. La larga extensión de muchas sentencias actuales pretende encubrir su falta de motivación. La continua reproducción de textos de otras sentencias es la expresión de la carencia encubierta de reales y auténticos fundamentos. El esfuerzo copiador es la manifestación de la irreal aplicación del derecho.
Hoy en día nos encontramos con sentencias en las que es prácticamente imposible hallar una explicación de la conclusión alcanza en el supuesto que se ha planteado. La constante cita, recita, y más cita de anteriores resoluciones nos introduce en una matrioshka interminable, equiparable al infinito cuántico de las aporías de Zenón (…).
Cierto es que la exigente doctrina constitucional en la aplicación del art. 24 CE, la sobrecarga de los órganos judiciales, la farragosidad de los fundamentos y peticiones de las partes y el derecho a la crítica sobre las resoluciones judiciales han creado cierto clima defensivo en los tribunales, que ha propiciado el que muchas sentencias se intenten revestir de un aura de conocimiento por medio de su extensión y su abigarrada copia de sentencias. Pero, el razonamiento sigue siendo lo que es. Su apariencia o su forma no se confunden con él, y la copia no es un razonamiento, es una transcripción de lo que antes alguien ha escriturado y ha resuelto sobre otro caso y supuesto».
Y añade (p. 15),
«La técnica del copy and paste demuestra somnolencia, apego al pasado e ineficacia».
A la luz de esta descripción y teniendo en cuenta lo apuntado hasta ahora, mi hipótesis es que la transcripción de partes de otras sentencias previas incorporándolas al texto de otras sentencias (técnica, por cierto también usada por otros órganos jurisdiccionales), sugiere que podría tratarse de una manifestación «acentuada» del sesgo de confirmación.
No obstante, debo admitir que se trata de una mera hipótesis y que convendría que fuera empíricamente contrastada.
F. Valoración final
Como apunta KAHNEMAN (p. 535),
«La definición de racionalidad como coherencia es sumamente restrictiva; demanda observancia de las reglas de la lógica, algo que una mente finita no es capaz de implementar. La gente razonable no puede ser racional por definición (…).
Ahora bien, esto no implica que las personas sean «irracionales». En efecto, siguiendo con su exposición «Irracional es una palabra fuerte que connota impulsividad, emocionalidad y tozuda resistencia al argumento razonable».
Y es obvio que el fallo de las sentencias en absoluto ilustra este comportamiento. O, para que no quede duda alguna, me gustaría resaltar que no estoy sugiriendo que los jueces sean irracionales, sino que (siguiendo de nuevo a KAHNEMAN) que «los humanos [y los jueces lo son] no están bien descritos en el modelo del agente racional».
Creo que no es descabellado afirmar que los jueces no puedan evitar formarse un criterio previo y provisional sobre las cuestiones que deben dirimir. Es difícil pensar cómo pueden abstraerse de esta reacción absolutamente humana.
La hipótesis que he tratado de explicar en estas líneas es que, quizás, fruto del sesgo de confirmación, estos criterios previos (más o menos inmediatos) podrían estar afectando de algún modo al fallo.
En el fondo, mi propósito (tal y como también lo expone KAHNEMAN) es tratar de contribuir a facilitar la adopción de juicios más acertados y tomar mejores decisiones.
En todo caso, como apuntaba en otra entrada, es importante resaltar que todas y cada una de las hipótesis descritas están fundamentadas en patrones de conducta extraídos de experimentaciones contrastadas (no son meras corazonadas o intuiciones).
En definitiva, como estoy tratando de exponer desde hace algún tiempo, modestamente, creo que el Derecho no debería obviar los avances que se están produciendo en estos ámbitos científicos y la literatura existente puede ser de una extraordinaria utilidad.
Aunque también soy consciente que, quizás, volviendo a la dicotomía que anida en las dos preguntas que propone HAIDT, algunos de ustedes en estos momentos se estén preguntando si «deben creerme» …
Bibliografía citada
- ALONSO GALLO, J. (2011), «Las decisiones en condiciones de incertidumbre y el derecho penal». Indret, núm. 4.
- ARIELY, D. (2008). Las trampas del deseo. Ariel.
- ARIELY, D. y KREISLER, J. (2018). Las trampas del dinero. Ariel.
- EGUARAS MENDIRI, F. (2019). «Nueva técnica judicial: Copego». Jurisdicción Social. Revista de la Comisión de lo Social de Juezas y Jueces para la Democracia, núm. 199.
- HAIDT, J. (2019). La mente de los justos. Deusto.
- KAHNEMAN, D. (2012). Pensar rápido, pensar despacio. Debolsillo.
- KAHNEMAN, D. y TVERSKY, A. (1984). «Elecciones valores y marcos». En Pensar rápido, pensar despacio. Debolsillo.
- MUÑOZ ARANGUREN, A. (2016), «El valor de elegir». El notario del siglo XXI, núm. 66.
- MUÑOZ ARANGUREN, A. (2011), «La influencia de los sesgos cognitivos en las decisiones jurisdiccionales: el factor humano. Una aproximación», Indret, núm. 2.
- OVEJERO BERNAL, A. (2015). Psicología social. Bibioteca Nueva.
- PERELMAN, C. y OLBRECHTS-TYTECA, L. (1989), Tratado de la argumentación: la nueva retórica. Gredos.
- SACKS, O. (2019). El río de la conciencia. Anagrama.
- SUNSTEIN, C. R. (2012, 1), «Impersonal Default Rules vs. Active Choices vs. Personalized Default Rules: A Triptych», SSRN Electronic Library, Working Paper núm. 2 171 343 (2012)
- SUNSTEIN, C. R. (2012, 2), «Análisis conductual del derecho», Themis-Revista de Derecho, núm. 62.
- SUNSTEIN, C. R. (2009). Leyes de miedo. Katz.
- SUNSTEIN, C. R. y THALER, R. H. (2009). Un pequeño empujón. Taurus.
- SUTHERLAND, S. (2015). Irracionalidad: el enemigo interior. Alianza Editorial.
- TALEB, N. N. (2011). El cisne negro. Paidós.
- THALER, R. H. (2016). Todo lo que he aprendido con la psicología económica. Deusto.
- TIROLE, J. (2018). La economía del bien común. Debolsillo.
Buenos días:
Magnífico artículo que hace pensar. Muchas gracias.
Saludos
Tan sólo recordar ese ya bastante olvidado mecanismo de defensa del que nos habló Freud, padre del Psicoanálisis, y que buen puede ser bien traído a este acercamiento teórico con el que Ignasi Beltran pretende explicar una realidad psicológica cual es la a menudo petrificación o en cualquier caso la cuasi inamovible consolidación de nuestras ideas, convicciones y creencias (detrás de las cuales está la estabilidad o la rigidez de los procesos cognitivos y de procesamiento de la información poco dados al pensamiento divergente y alternativo).
Estimado Ignasi:
Me gusta que se arden, cada vez con más frecuencia, este tipo de cuestiones. La cuestión de la ideología judicial y los prejuicios lleva ya un tiempo preocupándome. La farsa idealista en la que se mueven muchos jueces y que responde al seguimiento de un paradigma clásico que está muy lejos de reflejar la vida jurídica, como denuncia, entre otros, Alejandro Nieto en «El arbitrio judicial», merece una crítica intensa. De hecho, desde mi punto de vista, es una de las maneras más groseras de mentir a los ciudadanos. Por otra parte, fíjate que, al escribir el artículo, citas a Bacon. Francis Bacon ya escribió en «Novum Organum», publicado en 1620, apuntando la existencia de prejuicios a los que llamó «ídolos»(de la tribu, de la caverna, de la plaza pública y del teatro). En el siglo XXI, gran parte de la judicatura no ha alcanzado todavía los criterios científicos del siglo XVII, algo que debería preocupar muy seriamente. Sobre todo porque ni siquiera hay que atribuirlo a la mala fe, más bien es producto del desconocimiento, lo cual es más grave.
En fin, me alegra que es cribas sobre esto.
David Condis
Letrado de la Seguridad Social