¡Dinero!

By tbeltran

 

 

Los relatos, siguiendo la hipótesis de HARARI (2024, 57 y 58), han permitido a los humanos crear un tercer nivel de realidad, distinto de la «realidad objetiva» (como por ejemplo, la relativa a cosas como las piedras o las montañas, cuya existencia no depende de nuestra conciencia) y de la «realidad subjetiva» (como, por ejemplo, el dolor, el placer y el amor, que no están «ahí afuera», sino más bien «aquí dentro»).

Este tercer nivel de realidad, que denomina «intersubjetiva», se caracteriza porque existe en más de una mente o, mejor dicho, lo es porque precisamente lo está en más de una (a diferencia de la subjetiva, que sólo se da en una única).

Estas cosas intersubjetivas – como leyes, dioses, naciones, empresas o dinero— «existen en el nexo que se establece entre un buen número de mentes. Más específicamente, existen en los relatos que las personas nos contamos unas a otras. La información que los humanos intercambian sobre cosas intersubjetivas no representa nada que existiera antes de ese intercambio de información; más bien, es el propio intercambio de información lo que crea estas cosas».

Este tipo de realidades (HARARI, 2016, 200 y 203) no requieren, propiamente, de grandes descubrimientos tecnológicos, es una revolución meramente mental.

De estas cosas intersubjetivas, permítanme que les hable del dinero y nuestra relación con él.

Para empezar, conviene tener presente que el dinero no son las monedas y los billetes. Lo es «cualquier cosa que la gente esté dispuesta a utilizar para representa de manera sistemática el valor de las cosas con el propósito de intercambiar bienes y servicios». De hecho, a lo largo de la historia ha habido muchos tipos de dinero (la acuñación de moneda es el más reciente, pero se han empleado otros métodos, como, entre otros, la sal o las conchas). En la actualidad, el dinero físico está perdiendo terreno frente a meros bytes de información: la mayoría de transacciones se llevan a cabo a través de datos digitales.

Las monedas, billetes y datos electrónicos (o lo que empleemos con el mismo fin) sólo tienen valor en nuestra imaginación común. En realidad, no tienen un valor intrínseco (o al menos, sus propiedades – en átomos o en bytes – no se corresponden con el valor que nosotros le atribuimos).

A un trozo de papel (por ejemplo, un billete de 50 €) le asignamos un valor muy superior al que realmente tiene la suma de sus componentes físicos. Pero no sólo eso, sino que, además, éste puede variar si, simplemente, cambiamos los números y el color impresos en este papel: si es lila e imprimimos el número «500», ¡su valor, automáticamente, se multiplica por 10!

Visto desde esta perspectiva, ¡es una especie de «milagro» de la imaginación humana!

En definitiva, somos nosotros quienes imbuimos valor al dinero y, por lo tanto, es claro que es un constructo psicológico. Y, por consiguiente, nuestra relación con él, inevitablemente, también se desarrolla en esta dimensión.

Pues bien, la psicología de la conducta ha hecho algunos descubrimientos muy interesantes al respecto, con importantes implicaciones cotidianas y profesionales (impactando obviamente en el ámbito laboral).

El propósito de esta entrada es compartir algunas de estas dimensiones con ustedes (sin pretender, obviamente, ser exhaustivo – para ello, les recomiendo la lectura de los trabajos recogidos al final de la entrada).

 

La aversión a las pérdidas (y el problema de la enfermedad asiática)

Nuestra relación con el dinero (aunque obviamente no sólo) está muy vinculada a lo que se conoce como “aversión a las pérdidas” (de la que les he hablado en otras ocasiones).

En apretada síntesis, este concepto implica que el malestar que experimenta una persona con una pérdida es casi el doble de la satisfacción que le produce una ganancia.

Lo que implica (THALER, 2016, 67 y 68), que los individuos son “amantes del riesgo en caso de las pérdidas”, de modo que “están dispuestos a asumir el riesgo de perder más con tal de tener la oportunidad de poder no perder en absoluto” (aversión a las pérdidas). O, como apunta en otro momento (431), “la gente suele ser amante del riesgo en el ámbito de las pérdidas cuando tiene la oportunidad de recuperarlas”.

En aras a reforzar esta idea, siguiendo la ilustrativa exposición de ARIELY y KREISLER (2018, 169), “tendríamos que ganar 20 dólares para igualar y contrarrestar el impacto emocional de perder 10 dólares”. Y añaden, “debido a la aversión a las pérdidas, tendemos claramente a valorar las posibles pérdidas mucho más que las posibles ganancias”. Lo que, desde un punto de vista puramente económico, no tiene excesivo sentido, pues, pérdidas y ganancias deberían ser consideradas como “socios financieros opuestos pero iguales y equivalentes”.

En todo caso, conviene hacer un par de puntualizaciones relevantes. En primer lugar, como expone KAHNEMAN (2012, 383) en “los intercambios comerciales rutinarios no se da ninguna aversión a la pérdida”. Y, en segundo lugar, siguiendo a THALER (2016, 135), las pérdidas no producen “preferencias arriesgadas cuando no hay posibilidad de quedarse a cero” (esto es, no puede recuperarse lo perdido) y la aversión a las pérdidas es moderada cuando (por ejemplo, en un concurso, el casino o jugando a las cartas) se está ganando (y por consiguiente, “se juega con el dinero de la casa” – y no con el “propio”). En todo caso, como apunta KAHNEMAN (2013, 426), “Las condiciones límite para la aversión a las pérdidas todavía no se han definido con precisión”.

Probablemente, uno de los experimentos más famosos donde se evidencia este comportamiento es el planteado por TVERSKY y KAHNEMAN y que se conoce como el “problema de la enfermedad asiática” (y que, a su vez, evidencia la importancia de lo que se conoce como “marcos” o “enmarcado” – a lo que haré referencia posteriormente).

Como en otras ocasiones, si no lo conocen, les invito a participar respondiendo a las siguientes preguntas:

Imagine que Estados Unidos se está preparando para el brote de una rara enfermedad asiática que se espera acabe con la vida de 600 personas. Se han propuesto dos programas alternativos para combatir esa enfermedad. Suponga que las estimaciones científicas más exactas de las consecuencias se los programas son las siguientes:

– Si se adopta el programa A, se salvarán 200 personas;

– Si se adopta el programa B, hay una probabilidad de un tercio de que 600 se salven y una probabilidad de dos tercios de que ninguna de ellas se salve.

[antes de seguir leyendo, les invito a escoger una de las dos opciones]

 

Reparen ahora en esta situción:

Imagine que Estados Unidos se está preparando para el brote de una rara enfermedad asiática que se espera acabe con la vida de 600 personas. Se han propuesto dos programas alternativos para combatir esa enfermedad. Suponga que las estimaciones científicas más exactas de las consecuencias se los programas son las siguientes:

– Si se adopta el Programa A’, 400 personas morirán.

– Si se adopta el Programa B’, hay una probabilidad de un tercio de que nadie muera y una probabilidad de dos tercios de que 600 personas mueran.

[antes de seguir leyendo, les invito a escoger una de las dos opciones]

 

Si observamos detenidamente y comparamos las dos versiones: las consecuencias de los Programas A y A’ son idénticas, lo mismo que las consecuencias de los programas B y B’.

No obstante, los resultados muestran que las reacciones de las personas no son idénticas . En el primer marco, la mayoría sustancial de los participantes eligieron el Programa A: preferían la opción cierta frente al juego. En cambio, en el segundo marco, una mayoría eligió el juego.

En opinión de KAHNEMAN (2012, 479 y 480), «las elecciones entre juegos y cosas seguras se deciden de forma diferente, dependiendo de si los resultados son buenos o malos. Las personas que deciden tienden a preferir la cosa segura frente al juego (sienten aversión al riesgo) cuando los resultados son buenos. Y tienden a rechazar la cosa segura y aceptar el juego (buscan el riesgo) cuando ambos resultados son negativos”.

La razón de esta reacción verificada a través de múltiples experimentos se debe a que reaccionamos más a los cambios que a los valores absolutos. Esta circunstancia tiene un efecto práctico extraordinario, pues, nos convierte en seres (mucho) más propensos al riesgo (nos arriesgamos más) cuando se trata de evitar pérdidas que cuando podemos optar a una ganancia. De hecho (HAMMOND, 73 a 75), tratando de identificar el origen de este comportamiento tan “humano”, experimentaciones con monos “rhesus” han evidenciado también su aversión a las pérdidas, llevando a algunos investigadores a sugerir que esta tendencia irracional se remonta, tal vez, hasta 35 millones de años. Lo que sugiere que está profundamente “enraizada en nosotros y, por lo tanto, es muy difícil superar”.

El experimento de la enfermedad asiática evidencia la importancia de los marcos o el enmarcado (ya avanzada). Permítanme algunas palabras al respecto.

El “enmarcado” (KAHNEMAN, 2012, 120) se refiere al hecho de que “maneras diferentes de presentar la misma información a menudo provocan emociones diferentes. La afirmación de que ‘las posibilidades de supervivencia un mes después de la cirugía son del 90 por ciento’ hace que nos sintamos más seguros que la de que ‘la mortalidad un mes después de la cirugía es del 10 por ciento’”. De modo que (354) “variaciones intranscendentes en la formulación de un problema” causan grandes cambios de preferencias, ofreciendo (430) relevantes oportunidades de manipulación (para quien quiera explotarlas con un determinado fin). O, como apunta KAHNEMAN (2003, 197 y 198) – citando un trabajo de SCHELLING – el hecho de enmarcar plantea, sin duda, dilemas (pues, “aumenta la accesibilidad de algunas respuestas y hará que otras sean menos probables”).

De hecho (SUNSTEIN y THALER, 2009, 54) el “enmarcado funciona porque tendemos a tomar las decisiones de forma negligente y pasiva. Nuestro sistema reflexivo no hace el trabajo que sería necesario para comprobar si enmarcando las preguntas de otra forma, la respuesta sería distinta”. Esto es (56), en general, los Humanos, al estar muy ocupados y no prestar mucha atención, aceptan las preguntas como se las plantean en vez de intentar determinar si sus respuestas variarían si se las formularan de otra manera”. Lo que tiene una gran relevancia, pues, es ilustrativo de la inconsistencia de las preferencias (también visible en las situaciones de elección por defecto).

Por otra parte, y para complementar lo anterior, es importante tener en cuenta que la aversión a las pérdidas tiene una estrecha relación con lo que se conoce como “efecto dotación” (del que les hablé hace poco en la entrada «Indemnización por despido a la luz del efecto dotación (y la historia de las tazas de café que dinamitaron los postulados del mercado liberal«). Si me permiten un breve recordatorio, este concepto (THALER, 2016, 47) se refiere a que “la gente valora más las cosas que ya forman parte de su dote que las cosas que podrían pasar a formar parte de ella, disponibles pero aún no adquiridas”. Se trata, por tanto, de una discrepancia entre “precios de compra y precios de venta” (49), de modo que valoramos más lo que tenemos que lo que un estaríamos dispuestos a pagar si tuviéramos que comprarlo. Por ejemplo, tendemos a valorar más nuestra casa (o una entrada de nuestra banda favorita de jazz) que lo que estaríamos dispuestos a pagar si pudiéramos comprarla (se da una disparidad en nuestra disposición a pagar y nuestra disposición a comprar).

Desde este punto de vista, es clara la relación de este concepto con la aversión a las pérdidas, pues, (ARIELY y KREISLER, 169) “no deseamos renunciar a nuestras cosas en parte porque las sobrevaloramos, y sobrevaloramos nuestras cosas en parte porque no deseamos renunciar a ellas”.

Siguiendo a ARIELY y KREISLER (161), en correspondencia a lo apuntado en relación a aversión a las pérdidas, conviene tener en cuenta que “en promedio, en los experimentos sobre el efecto dotación, los precios de venta suelen ser aproximadamente el doble de los precios de compra”.

Incluso, ARIELY (2008, 155) entiende que el efecto dotación “no se limita a las cosas materiales”, pues, “también puede aplicarse a los puntos de vista”. De modo que una vez que asumimos un punto de vista lo “amamos quizás más de lo deberíamos. La apreciamos en más de lo que vale”. Lo que explicaría los problemas para abandonarlo (este efecto también recibe el nombre de “sesgo de perseverancia en la creencia – OVEJERO BERNAL, 64).

En todo caso, debe puntualizarse, siguiendo con KAHNEMAN (2012, 383), que “el efecto dotación no es universal. Si alguien nos pide que le cambiemos un billete de 5 dólares por cinco de uno, le daremos esos cinco sin sensación de pérdida alguna”.

Finalmente, como les expuse en la última entrada citada, conviene recordar que el efecto dotación (y la aversión a las pérdidas) cuestiona (muy seriamente) la validez del Teorema de Coase (con todo lo que esto implica en términos jurídico, políticos, sociales y económicos).

 

Justicia y Esfuerzo (a propósito de los cerrajeros…)

La justicia y el esfuerzo está en estrecha relación con la aversión a las pérdidas recién descrito. Según los autores ARIELY y KREISLER (189), a menudo el precio que estamos dispuestos a pagar por algo que acabamos comprando (o no) depende, en gran medida, de lo justo que nos parezca el precio.

En la evaluación de una transacción (siguiendo con los citados autores), lejos de los modelos económicos tradicionales, que se limitan a comparar el valor con el precio, las personas (humanos) también tienen en cuenta otros elementos, como la justicia: “a la gente puede no gustarle la solución económica perfecta y eficiente cuando le parece injusta, y esa sensación la tenemos todos incluso cuando la transacción tiene sentido, e incluso cuando obtendríamos una gran utilidad por ello”.

De hecho, siguiendo de nuevo con ARIELY y KREISLER (190), esta sensación es especialmente acusada cuando “tenemos que pagar un precio elevado por algo que parece fácil de hacer o que lleva poco tiempo” (por ejemplo, nuestra reacción al pagar el precio que nos cobra un cerrajero tras abrir la puerta en cuestión de segundos).

Esta reacción se produce “porque nos creemos que los precios deberían ser justos, y rechazamos la utilidad cuando pensamos que es injusta (incluso, aunque nos acabe perjudicando y con independencia de que podemos permitírnoslo o no). Incluso (194), nuestras reacciones pueden estar motivadas por puro rencor o venganza (sin importarnos si efectivamente existen razones legítimas para elevar el precio).

Lo que se conoce como el «juego del ultimatum» ha sido uno de los campos de pruebas para constatar estos comportamientos. Si no lo conocen, permítanme que se lo exponga brevemente:

Siguiendo la exposición de SUNSTEIN (2012, 2, 60), la dinámica de este juego es la siguiente: “La gente que dirige el juego reparte algo de dinero, de manera provisional, al primero de dos jugadores. El primer jugador debe darle una parte de ese dinero al segundo jugador. Si el segundo jugador acepta esa cantidad, puede quedarse con lo que le es ofrecido, y el primer jugador se queda con el resto. Pero si el segundo jugador rechaza la oferta, ninguno de los jugadores se queda con nada. A ambos jugadores se les informa que éstas son las reglas. No se admiten negociaciones».

Pues bien, valiéndose de supuestos estándar acerca de la racionalidad, el interés propio, y la elección, los economistas predicen que el primer jugador debería ofrecer un centavo y que el segundo jugador deberá aceptar. No obstante (como apunta SUNSTEIN), esto no es lo que sucede: «El promedio de las ofertas usualmente está entre el 30% y el 40% del total. Las ofertas menores al 20% a menudo son rechazadas. Muchas veces hay una división de 50-50”.

Como se pueden imaginar, la implicación de este comportamiento es particularmente relevante, pues, a diferencia de lo que sostiene la Teoría de la Elección Racional, (ULEN, 810) “la gente está mucho más dispuesta a cooperar y tienen un sentido mucho más fuerte de lo que es un resultado equitativo”. Aunque como expone KAHNEMAN (2013, 421), “Otros estudios aclaran que ofertas que serían rechazadas al provenir de una persona serían aceptadas al originarse en una computadora”.

Un aspecto interesante (ARIELY y KREISLER, 192), a propósito de este juego es que que ”, los investigadores han descubierto que en las ofertas injustas se activan unas partes del cerebro distintas a cuando son justas. En efecto (siguiendo a ARIELY, 2011, 121), en estos casos, la decisión de castigar a los otros, aunque nos cueste algo, está asociada a un sentimiento de placer y parece ser que tiene un fundamento biológico.

Por otra parte, a la hora de determinar la justicia de un precio que se nos pide pagar por algo (ARIELY y KREISLER, 196 y 197), es común que nos guiemos por una evaluación del nivel de esfuerzo que se ha dedicado para ello: “la evaluación del nivel de esfuerzo que se ha dedicado a algo es un atajo muy común que solemos utilizar para valorar la justicia del precio que se nos pide pagar por algo”.

Percibimos que los precios altos quedan justificados (nos sentimos mejor) si lo que tenemos que pagar ha costado más esfuerzo y éste es evidente – esto es, que tenemos la impresión de que, al margen del resultado, su ejecución es muy difícil de hacer (lo que, no sé si lo han pensado alguna vez, pero, en ocasiones, esto nos lleva a pagar más por la incompetencia de quien ejecuta la labor). Aunque, como expone THALER (2016, 197), también depende del “marco en el que se encuadre” (como se ha evidenciado anteriormente con la exposición del experimento de la “enfermedad asiática”).

Precisamente, la transparencia del esfuerzo invertido es un factor esencial para ayudarnos a evaluar la justicia de un precio (ARIELY y KREISLER, 201 y 202). Es posible que al aumentar el nivel de transparencia y, con ello, hacer el esfuerzo más evidente, inconscientemente nos sintamos mejor a la hora de pagar lo que nos piden.

 

El dolor de pagar (y la contabilidad mental en el casino…)

Aunque tendemos a asociar precios altos con calidad (piensen el efecto que tiene en el gusto de una copa de vino el conocimiento de su precio) o la eficacia (el incremento de su rendimiento deportivo si toman una barritas energéticas especialmente «caras»), lo cierto es que los seres humanos, experimentamos dolor al pagar.

En efecto (ARIELY y KREISLER, 275 y 102 a 105), “experimentamos algún tipo de dolor mental cuando pagamos por las cosas” y, lejos de proceder del gasto en sí mismo, lo hace de la idea de gasto. Hasta el extremo que, cuanto más pensamos en ello, más intenso es el dolor.

Para comprender mejor el potencial de esta dimensión, es importante tener en cuenta que este dolor es “el resultado de dos factores distintos: el primero es el tiempo que transcurre entre que el dinero sale de nuestra cartera y que consumimos el producto que hemos pagado; y el segundo es la atención que prestamos al pago en sí mismo”. Lo que significa que podemos aliviar este dolor aumentando la brecha temporal entre pago y consumo (si están separados no prestamos atención al pago) y/o reduciendo la atención necesaria para realizar el pago en sí mismo.

Pues bien, diversos experimentos han evidenciado (ARIELY y KREISLER, 111), que, pudiéndose efectuar el pago antes, durante o después de consumir un producto, “el momento concreto en que se paga por algo influye en nuestras decisiones, y, lo que es más importante, cuando la sensación de pagar está especialmente presente, alteramos radicalmente nuestro patrón de gasto”. Lo que significa que “debido al dolor que sentimos al pagar, estamos dispuestos a pagar más antes, menos después, y aún menos durante el consumo del mismo producto” (en los hoteles, el efecto de las pulseras «todo pagado» en nuestra percepción de lo que estamos pagando es impresionante; y, obviamente, el pago de la factura del hotel al finalizar la estancia puede ensombrecerla notablemente).

Al pagar antes de consumir – esto es, por anticipado – (112 y 113), el consumo parece “casi indoloro”, pues, “en el momento del consumo ya no hay que pagar ni preocuparse por un pago futuro”. Además (114), una vez que el dinero ya está asociado a una categoría (“ahorro para vacaciones”), tenemos la impresión de que ya se ha pagado. Es como si no se estuviera utilizando el dinero propio, de modo que “nos sentimos menos culpables por gastarlo”.

Algo parecido sucede (HAMMOND, 57) con el pago con targeta (o, con cualquier método que no sea en metálico). No sólo estamos más predispuestos a comprar y a pagar más, sino que, además, se reduce la probabilidad de que recordemos cuánto hemos pagado.

De hecho, los mecanismos de compra online (en la que ya es posible adquirir bienes y servicios con pocos clicks) o, incluso, los de compra física (en la que un gesto con el teléfono ya es suficiente) se ha esmerado con el propósito de disminuir al máximo este dolor. Y, seguramente, sigue habiendo «margen de mejora» para conseguir disiparlo por completo (¡a costa de nuestra cuenta corriente, obviamente!).

En paralelo (ARIELY y KREISLER, 130), es claro que el fraccionamiento del coste (o la “división del dolor”) contribuye a disipar este dolor. De hecho, quizás, también lo han experimentado, cuando los costes se reparten entre diversas personas (por ejemplo, una cena) en tales casos se tiende a consumir más.

Por otra parte, el concepto de “contabilidad mental” resulta muy interesante. Siguiendo con SUNSTEIN y THALER (2009, 67 a 69), a pesar de que el dinero es “fungible” y, por consiguiente, carece de restricciones de uso, los humanos recurrimos a la contabilidad mental (violando la fungibilidad del dinero) para controlar el gasto. En definitiva, sin negar el carácter sensato y comprensible de este modo de proceder, creamos (mental o realmente) cuentas “estancas” a las que les atribuimos usos exclusivos a cada una (impidiendo la reasignación a otros – a pesar de que, en ocasiones, pueda llevarnos a tomar malas decisiones). Debo confesarles que yo tengo varias cuentas mentales…

De hecho, retomando un comentario anterior sobre la moderada aversión a las pérdidas en las situaciones de juegos en las que se está ganando, no es infrecuente que las personas que juegan en el casino dispongan el dinero que van ganando («el dinero de la casa») en un bolsillo distinto al que llevan el dinero «traído de casa». En estos casos, el hecho de que “se esté apostando con el dinero de la casa” (o con “dos bolsillos” – el dinero traído de casa y el ganado jugando) es un claro ejemplo de contabilidad mental (pues, el dinero – en tanto que fungible – no deja de ser “todo nuestro”). Lo curioso es que las apuestas con este dinero «caído del cielo» son mucho más arriesgadas que con el dinero «traído de casa».

Este comportamiento, no obstante, no tiene porqué ser, en sí mismo, negativo. Siguiendo con ARIELY y KREISLER (77 y 78), en la medida que el ser humano no tiene una capacidad de cálculo financiero, “es extremadamente difícil evaluar los costes de oportunidad y las múltiples posibilidades de cada transacción financiera”. De modo que “la contabilidad mental nos ofrece una heurística útil – o atajo mental – para tomar decisiones”. Especialmente porque el coste de oportunidad asociado a cada transacción queda acotado al uso de la cuenta a la que hemos decidido que pertenece (en vez de proyectarse sobre todas las opciones posibles). Así pues, “cuando compartimentamos para simplificar, cada vez que gastamos dinero no tenemos que pensar en todos los costes de oportunidad existentes, pues ello sería totalmente agotador”.

 

Un comentario final

La pobreza y la escasez que provoca también tienen un impacto psicológico severo en las personas y son diversos los estudios que explicarían por qué resulta tan difícil superarla (ver al respecto «Psicología de la escasez y pobreza«).

Si tenemos la inmensa fortuna de no estar en esta situación tan compleja, el dinero tiene la virtud de permitirnos comparar entre múltiples opciones y hacerlo con cierto «criterio». Es una especie de «conversor» que nos permite escoger entre muchas y heterogéneas alternativas a pesar de que no tengan ningún denominador común (sin él, ¿cómo comparar el gusto del chocolate, con la sensación de conducir un vehículo?). No deja de ser una cifra clara y sin duda esto explica la cuenca de atracción alrededor del precio.

Esta propiedad, no obstante tiene efectos ambivalentes.

Por un lado, al atribuir un precio a las cosas, sugiere la idea de que todo está en venta. Lo que (como expuse en la entrada «Lo que el dinero no debería poder comprar: el caso ‘Baby M’» y también en «Improcedencia e indemnización: ¿corrupción de deberes cívicos?«), puede «corromper» la valoración intrínseca de algunas cosas importantes de la vida, degradando el valor que le es propio (y, lamentablemente los ejemplos son muy numerosos y, lejos de contenerse, se están incrementando).

Otra derivada de esta «propiedad» es que (como exponen ARIELY y KREISLER, 278 y 283) «dado que nos resulta fácil pensar en el dinero de esta forma literal y aparentemente precisa, tendemos a prestarle demasiada atención y a despreciar otras consideraciones».

Y, además (siguiendo con los mismos autores), dado que es más tangible que las necesidades humanas (como el amor, la felicidad o las risas de nuestros hijos o amigos), también lo utilizamos de manera indirecta para valorar nuestras vidas.

Es cierto que, si nos detenemos a reflexionar sobre esto último, y siempre que no estemos en una situación económicamente angustiosa, probablemente concluiremos que el dinero no es lo más importante de nuestra vida (salvo el Tío Gilito, nadie yace en su lecho de muerte lamentando el tiempo que no ha podido compartir con su dinero).

Sin embargo, «dado que el dinero es mucho más fácil de medir – y menos aterrador de considerar – que el sentido de la vida, tendemos a centrarnos en él».

Qué prioridad tiene el dinero en la vida es una cuestión que pertenece, obviamente, a la esfera personal de cada uno.

El propósito de esta entrada no era invadir esta dimensión cuestionándola, sino aportar una aproximación que contribuya a descifrar nuestra relación con un mero producto de la mente humana tan imaginario como real.

 

 

 

 

 

 

Bibliografía citada

  • Dan ARIELY (2011), Las ventajas del deseo. Ariel.
  • Dan ARIELY (2008), Las trampas del deseo. Ariel.
  • Dan ARIELY y Jeff KREISLER (2018), Las trampas del dinero. Ariel.
  • Claudia HAMMOND, (2016), La psicología del dinero, Penguin Random House.
  • Yuval N. HARARI (2024), Nexus, Debate.
  • Yuval N. HARARI (2015), Sapiens, Penguin Random House.
  • Daniel KAHNEMAN (2013), «Una perspectiva psicológica de la economía». Revista ius et veritas, núm. 46.
  • Daniel KAHNEMAN (2012), Pensar rápido, pensar despacio. Penguin Random House.
  • Daniel KAHNEMAN (2003), «Mapas de racionalidad limitada: psicología para una economía conductual». Revista Asturiana de Economía, núm. 28.
  • Anastasio OVEJERO BERNAL (2015), Psicología Social, Biblioteca Nueva.
  • Michael J. SANDEL (2013), Lo que el dinero no puede comprar. Penguin Random House.
  • Cass R. SUNSTEIN (2012), «Análisis conductual del derecho», Themis-Revista de Derecho, núm. 62.
  • Cass R. SUNSTEIN y Richard H. THALER (2009), Un pequeño empujón. Taurus.
  • Richard H. THALER (2016), Todo lo que he aprendido con la psicología económica. Deusto.
  • Thomas S. ULEN (1999). «Rational choice theory in law and economics». Disponible en https://reference.findlaw.com/lawandeconomics/0710-rational-choice-theory-in-law-and-economics.pdf (última consulta 14/05/2025).

 

 

 

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1 comentario en “¡Dinero!

  1. Professor.
    Permeti’m felicitar-lo pel seu excel.lent comentari, profusament explicitat i acompanyat de la seva interessant bibliografia, que ens permet apropar-nos al secular problema del cost dels béns a través dels diferents sistemes de pagament que ha evolucionat a través del temps.

    Certament moltes d’aquestes teories poden aplicar-se al món laboral i, concretament, al moment de conciliaren que empresa i treballador valoren els riscos, no tan sols organitzatius, tècnics, productius i econòmics sinó de cost, frustrant-se l’acord en base a una pretesa defensa de la justícia particular.

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