Improcedencia e indemnización: ¿corrupción de deberes cívicos?

 

El desplazamiento de normas sociales por normas mercantiles

El mercado se está convirtiendo en un instrumento que facilita el acceso a bienes y servicios de todo tipo.

Como expone SANDEL (2013), para que se hagan una idea de la extensión de este fenómeno global (entre otros muchos ejemplos):

  • es posible contratar a una empresa para que se disculpe en su nombre o, incluso, hay otras que redactan discursos para los brindis nupciales; sin olvidar a los revendedores de turnos de colas (para, por ejemplo, comprar entradas a un concierto);
  • en algunos ordenamientos jurídicos es posible contratar vientres de alquiler o se paga por donar sangre y algunas compañías de seguros pagan a las personas con sobrepeso por adelgazar;
  • en algunos países se reconoce un derecho a emigrar mediante los «visados de oro»;
  • existen programas educativos que pagan dinero a los alumnos por sacar buenas notas o leer;
  • la comunidad internacional ha acordado conceder permisos para contaminar (y que, a su vez, son comercializables);
  • es posible pagar por cazar un rinoceronte negro y los esquimales venden su derecho a cazar una morsa;
  • los clubs deportivos venden los nombres de los estadios, sin olvidar que son (muy) numerosos los espacios públicos utilizados para publicidad; o
  • existe un mercado sobre los seguros de vida de personas enfermas.

Y, como apunta el mismo autor (2013, p. 16 y 17), el hecho de que vivamos en una sociedad en la que «todo está en venta», debe preocuparnos por dos motivos:

– primero, esta situación puede producir desigualdad, creando condiciones de negociación injustas (no todo el mundo puede acceder a pagar; y, por otra parte, es posible que determinadas personas acepten transacciones tomando decisiones que no sean verdaderamente voluntarias – quizás, si no tuviera recursos modestos, no lo harían); y,

– segundo, porque «poner precio a las cosas buenas de la vida puede corromperlas» (el mercado tiene un efecto corrosivo, porque puede cambiar las actitudes de las personas existentes con anterioridad a su irrupción).

En definitiva (p. 18), hemos pasado «de tener un economía de mercado a ser una sociedad de mercado». De modo que, puede afirmarse que «los valores mercantiles penetran en cada aspecto de las actividades humanas».

La cuestión es que, siguiendo con SANDEL (2013, p. 66), la existencia de un incentivo monetario (por ejemplo, pagar por sacar buenas notas o leer), puede socavar el incentivo intrínseco (haciendo que se lea menos y no más; o que se lea más a corto plazo, pero por una razón equivocada – corrompiendo el amor a la lectura).

De modo que, en estos contextos, si bien es cierto que el mercado es un instrumento, no puede decirse que sea uno inocente: «lo que comienza siendo un mecanismo de mercado se convierte en una norma de mercado».

Es claro, pues, que estos incentivos mercantiles no tienen un efecto neutro sobre los bienes o servicios a los afectan, sino que (SANDEL, 2013, p. 69)

«los mercados dejan su impronta en las normas sociales. Con frecuencia los incentivos mercantiles minan o desplazan los incentivos no mercantiles».

 

Los incentivos monetarios no siempre funcionan

La convertibilidad y la confianza universales en las que se fundamenta el dinero (HARARI, p. 209) hacen que (ARIELY y KREISLER, p. 282 y 283) sea «mucho más fácil de medir – y menos aterrador de considerar – que el sentido de la vida» y, por este motivo, «tendemos a centrarnos en él»; y, por consiguiente, no es infrecuente que basemos nuestras decisiones en el dinero, en lugar de en objetivos más importantes.

No obstante, a pesar de ello, es obvio que hay cosas (SANDEL, 2013, p. 99 y 100) que no se pueden comprar (como la amistad) y también hay otras que, pese a que pueden comprarse, no deben (como un riñón).

Partiendo de la base de que diversos experimentos han evidenciado que basta la simple mención del dinero para la introducción de normas mercantiles (ARIELY, p. 92), debe tenerse en cuenta que el razonamiento económico estándar (SANDEL, 2013, p. 116 y 117),

«supone que comercializar un bien – ponerle un precio de venta – no altera su carácter. Los intercambios mercantiles incrementan la eficiencia económica sin cambiar los bienes. Esta es la razón de que los economistas estén generalmente a favor del uso de incentivos económicos para propiciar conductas deseables».

No obstante, esto no siempre es así, pues, (SANDEL, 2013, p. 117 y 118) se dan situaciones en las que el ofrecimiento de «dinero para conseguir un determinado comportamiento hace que este se retraiga, no que se produzca».

Si se añade un incentivo económico a un espíritu comunitario existente (como un asesoramiento legal gratuito o el sacrificio que supone aceptar un almacén de residuos en tu municipio), el dinero no tiene un efecto «aditivo», reforzando el compromiso cívico, sino que, el precio queda desbaratado por consideraciones morales y/o cívicas (haciendo que la gente se muestre, entonces, reacia a aceptar dicho compromiso o sacrificio). En vez de sumarse al incentivo existente, lo neutraliza.

Y esto sucede, especialmente, en aquellas situaciones en las que las normas sociales se confunden con las mercantiles (ARIELY, p. 87 a 90), pues, no son pocos los ejemplos en los que las personas pueden esforzarse más por una «causa» que por el dinero que se les pueda pagar por ello.

De hecho, en el ámbito laboral, son diversos los estudios (HAMMOND, p. 114) que evidencian que la «pagar a los trabajadores en función de los resultados de su trabajo (…) no funciona más allá de cierto punto. Las pruebas son de los más elocuentes: fuera de las actividades más sencillas, suele ocurrir que si a una persona se le promete dinero por trabajar más o por hacerlo mejor, tiende a dejar de hacer esfuerzos por los que no se le paga».

 

Sobre multas y tarifas

En este contexto de desplazamiento de normas sociales por las normas mercantiles, SANDEL hace referencia (2013, p. 70) a la distinción entre entre «multas» y «tarifas».

Así, mientras que las «multas suscitan una desaprobación moral», las tarifas «son simplemente precios que no implican juicio moral alguno». Las multas son una penalización y tienen un estigma a ella asociado. Los tarifas, en cambio, son recargos.

Cuando se exige el pago de una multa, se está emitiendo un mensaje de que se ha hecho algo mal, arrojando «una mala actitud de la que la sociedad quiere disuadirnos».

El problema se plantea cuando el que lleva a cabo estas conductas es lo suficientemente adinerado como para asumir dicha multa como una tarifa. En tales casos, a pesar de que pague la multa, no consigue que consideremos que lo que hace está bien. En definitiva, es claro que no ha sido capaz de apreciar de una forma apropiada aquello que socialmente se quiere preservar. Se establece una actitud instrumental, minando el espíritu que proyecta la conducta o el bien que se quiere preservar.

En estas situaciones, se ha producido lo que se conoce como el “efecto desplazamiento” (HAMMOND, p. 152 a 156), pues, el sentido cívico asociado a una determinada norma queda relegado a un segundo plano, pues, la multa no es percibida como una sanción por su transgresión, sino el pago de un servicio que está a disposición de quien lo necesite y pueda pagarlo. De modo que, a partir de este instante, la transgresión de la norma deviene «legítima» en tanto que se abone lo que corresponda.

De modo que, aquél que abona la multa es probable que se considere exonerado de toda responsabilidad por sus actos.

Llegados a este estadio SANDEL (2013, p. 71) afirma «cuando la gente asume las multas como tarifas, desacata las normas que las multas expresan».

Y como reacción a esta conducta, explica que en Finlandia, en 2003, Jussi Salonoja, el heredero de 27 años de una fábrica de salchichas, fue multado con 170.000 € (!!) por conducir a 80 km/h (!!!!) en una zona con la velocidad a 40 km/h (el récord anterior lo tenía un ejecutivo de Nokia, pagando una multa de 116.000 por superar el límite de velocidad con su Harley – aunque un juez se la redujo porque, al caer las ganancias de Nokia, sus ingresos habían disminuido).

En este caso, parece que las multas no pretenden cubrir los costes de las conductas arriesgadas, sino que el castigo se ajuste a la transgresión y, por consiguiente, para que sea efectivo, es esencial que se ajuste a la cuenta bancaria del infractor.

 

Improcedencia e indemnización: ¿multa o tarifa?

Teniendo en cuenta lo apuntado anteriormente (y siendo consciente que la línea de separación en muchas ocasiones será difusa), creo que puede ser interesante valorar si es posible exportar este esquema conceptual al ámbito laboral.

Y, en concreto, les invito a evaluar si el derecho de opción en el despido improcedente y la consiguiente posibilidad de abonar una indemnización en caso de no readmisión, debe ser calificado como una «multa» o una «tarifa».

Soy consciente que se trata de una discusión, en cierta medida, «forzada», pues, es obvio que se trata cuestiones que operan con categorías conceptuales diferenciadas (y que, quizás, no sea oportuno combinarlas). No obstante, más allá de los aspectos estrictamente jurídicos, creo que vale la pena abordar este enfoque (aunque sólo sea para «tantear» los límites).

Desde el punto de vista contractual, en diversas ocasiones, he apuntado que, a mi modo de ver, la indemnización legal tasada en caso de despido improcedente no describe un «despido libre indemnizado». Especialmente, porque el percibo de una indemnización responde a la inexistencia de un motivo resolutorio que justifique la decisión empresarial (a diferencia del desistimiento).

Así pues, desde el punto de vista jurídico, el hecho de que el empresario esté dispuesto a abonar esta compensación no convierte a su conducta en lícita (del mismo modo que si estoy dispuesto a abonar el coste de una multa por exceso de velocidad, no significa que superarlo esté permitido).

En estos casos, y desde el punto de vista del agente económico, la decisión de despedir injustificadamente o no hacerlo puede depender del «coste de oportunidad» del infractor. Siguiendo a THALER (p. 45) y, en apretada síntesis, recuerden que “el coste de oportunidad de cualquier actividad es aquello que a lo que se renuncia para llevarla a cabo”.

No obstante, si se adopta el punto de vista que sugiere SANDEL y las categorías conceptuales que plantea, puede entenderse que el incumplimiento injustificado del contrato es una conducta socialmente calificada, cuanto menos, como «reprobable» (de ahí que la norma exija una responsabilidad por ello). Y, por este motivo, creo que podría incardinarse en la categoría de «multa».

Sin embargo, el hecho de que la indemnización esté tasada (puede cuantificarse de antemano – y más cuando ya no se devengan salarios de tramitación) y que el empresario pueda reconocer la improcedencia en conciliación, provoca que éstos podrían asumir esta «multa» como si fuera una «tarifa» por ejercer su «derecho» a despedir sin causa. No sólo desaparece el «estigma» del comportamiento contractualmente ilícito, sino que se refuerza el reconocimiento de una «facultad» a su alcance.

Y esta valoración puede suscitar (cierto) reproche, resultando particularmente objetable, en determinados casos: por ejemplo, si la persona afectada es despedida estando de baja por incapacidad (y no pueda aplicarse la doctrina Daouidi). Y esta percepción podría estar motivada por el hecho de que, en vez de ver a estas personas como seres humanos en una situación de desprotección, pasan a ser percibidos como cargas de las que hay que desprenderse.

Reparen, pues, que en estos casos, se consolida una actitud instrumental de los trabajadores, minando el espíritu sobre la condición humana y extendiendo la idea de que, abonando la indemnización, uno queda exonerado de toda obligación con respecto a los afectados.

Se produce lo que SANDEL denomina «cosificación» del ser humano, «corrompiendo» su valoración. Especialmente porque (adaptando el planteamiento de SANDEL, 2011, p. 114) este uso instrumental (en aras a una mayor utilidad empresarial) denota una degradación, pues, implica tratarla con un valor inferior al que le es propio.

La compensación se convierte, pues, en un mecanismo llevadero para comprar el modo de liberarse de dichas «cargas» para la organización empresarial. Sin duda, estas situaciones describen un conflicto moral y/o cívico y la mayor utilidad que pueda experimentar el empresario con su decisión se hace a costa de la pérdida de valores no mercantiles que (a mi modo de ver) merecerían ser protegidos.

En estos casos, la posibilidad de compatibilizar la indemnización legal tasada con una indemnización por daños y perjuicios en los despidos improcedentes (que, como saben los lectores, he defendido en diversas ocasiones), podría contribuir a que, como en el caso del heredero de la fábrica de salchichas, el «castigo», al menos, se ajuste a la transgresión.

 

 


Bibliografía citada

  • ARIELY, D. (2008). Las trampas del deseo. Ariel.
  • ARIELY, D. y KREISLER, J. (2018). Las trampas del dinero. Ariel.
  • HAMMOND, C. (2016). La psicología del dinero, Taurus. 
  • HARARI, Y. N. (2015). Sapiens, Debate.
  • SANDEL, M. J. (2013). Lo que el dinero no puede comprar. Debate. 
  • SANDEL, M. J. (2011). Justicia. Debolsillo.
  • THALER, R. H. (2016). Todo lo que he aprendido con la psicología económica. Deusto.

 

 

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