By tbeltran
El síndrome de Antón y el Derecho del Trabajo
El síndrome de ANTÓN es un déficit de la conciencia por el cual el paciente, pese a tener plena capacidad cognitiva, ignora que tiene una discapacidad física. Como expone GRANT (52 y ss,), SÉNECA, al hablar de una mujer que no era consciente de su propia ceguera, fue el primero en referirse a este peculiar fenómeno. Siglos más tarde, el médico austríaco Gabriel ANTÓN estudió el caso de una mujer llamada Úrsula MERCZ que era ciega a su propia ceguera. Desde entonces, se han diagnosticado más casos de este complejo síndrome, avanzándose en el conocimiento de sus posibles causas.
Creo que el Derecho, en general, y el Derecho del Trabajo, en particular, también ha experimentado una cierta versión del síndrome de ANTÓN.
Las reglas jurídicas aspiran a describir un determinado tipo de sociedad y, con este propósito, proyectan mandatos que pretenden condicionar el comportamiento de las personas en una determinada dirección.
No obstante, el objeto de las distintas ramas del ordenamiento jurídico no es el conocimiento de la condición humana y de la conducta esperada. No solo no pueden hacerlo, sino que tampoco muestran interés alguno en abordarlas. Salvo que los juristas individualmente considerados tengan algún tipo de inquietud en otras disciplinas científicas (por ejemplo, psicología, sociología, neurociencia y/o economía), el Derecho no nos ofrece medios para saber de qué modo el contenido de la norma afectará a sus destinatarios. Y, como he apuntado, no parece mostrar preocupación alguna por esta manifiesta carencia.
Es obvio que las personas no cumplen las normas de forma ciega o paramétricamente. Lo hacen estratégicamente. No obstante, no es frecuente que los juristas se preocupen por estas posibles alternativas conductuales que los mandatos legislativos contienen. Y, como podrán imaginarse, esto limita la capacidad de proponer configuraciones normativas que sean más efectivas a la hora de alcanzar los objetivos de políticas legislativa.
A resultas de lo anterior, y como les expuse en otro momento, tengo la impresión (sin pretender ofender a nadie) que, en ocasiones, nuestras discusiones jurídicas se asemejan a un debate de topos discutiendo sobre los colores del arco iris.
La psicología de la conducta subyacente en algunas reformas legislativas clave
La psicología de la conducta es una aproximación que puede ayudar a dar luz sobre esta oscuridad (ayudándonos a ser menos «topos»). Desde hace algún tiempo, he tratado de tender un puente entre esta apasionante rama del conocimiento y el Derecho del Trabajo. Creo que el potencial de este enfoque es enorme.
En esta entrada vuelvo a referirme a él porque creo que puede ayudar a explicar la estrategia legislativa subyacente en algunas reformas recientes. O, para decirlo de otro modo, tengo la impresión de que el legislador (me imagino que deliberadamente) está empleando algunos elementos de la psicología de la conducta para tratar de condicionar el comportamiento ciudadano.
Esto es especialmente visible en normas recientes que han jugado un papel absolutamente medular en la contención del empleo y/o la mejora de la estabilidad (sin ánimo de exhaustividad): las famosas cartas del ministerio de trabajo; la (mal llamada) «prohibición» de despedir (ex art. 2 RDLey 9/20); la cláusula de salvaguarda del empleo (ex DA 6ª RDLey 8/20); o, más recientemente, las medidas para restringir el uso de la contratación temporal (los nuevos arts. 15 y 16 ET y los arts. 7.2 y 40.1.c bis LISOS y la famosa posible sanción de 10.000 € por cada contrato irregular). La idea del carácter «disuasorio» de la indemnización complementaria a la legal tasada en el despido improcedente participaría también de esta estrategia subyacente.
Todas estas reglas juegan con un nivel de ambigüedad jurídica muy elevado (probablemente, muy superior al que sería deseable). De algún modo, o bien, el supuesto de hecho no es muy preciso, o bien, la consecuencia jurídica tampoco lo es. En ocasiones, ambos elementos no lo son. Es obvio que esto redunda negativamente en la seguridad jurídica. Además, son situaciones que, si acaban litigándose, pueden ser una fuente extraordinaria de disparidad jurisdiccional y, por consiguiente, de «ruido» (véase al respecto, «Decisiones judiciales y ‘ruido’: el caso de la indemnización complementaria a la legal tasada en el despido improcedente»).
El denominador común de estas reglas es que, a mi modo de ver, apelan al sesgo de disponibilidad y a los efectos derivados del mismo. Ya les he hablado en otras ocasiones de él (no sé si recuerdan que un día les pregunté si tenían un búnker nuclear en su casa). Espero que no les importe que les recuerde algunos de sus elementos descriptores.
Sobre el sesgo de disponibilidad
Siguiendo a TVERSKY y KAHNEMAN (554 y 555), este sesgo puede sintetizarse del siguiente modo: «la gente estima la frecuencia de una clase, o la probabilidad de un evento, por la facilidad con que ejemplos o sucesos acuden a su mente». Y añaden: «la disponibilidad es un recurso útil para estimar la frecuencia o la probabilidad porque los ejemplos de grandes clases suelen recordarse mejor y más rápidamente que los ejemplos de clases menos frecuentes». En la práctica esto significa que (SUNSTEIN, 2006: 15 y 64), «si un incidente está rápidamente disponible en la mente, pero es estadísticamente infrecuente, la gente va a sobreestimar el riesgo; si no vienen ejemplos a la mente, pero el riesgo estadístico es alto, la heurística puede dar a la gente una sensación injustificada de seguridad». En definitiva (PAULOS: 17), tendemos a personalizar los riesgos y pensamos: ‘también me va a pasar a mí’ (sea así o no en la realidad).
En estas situaciones (SUNSTEIN, 2009: 95 y 57), invisibilizamos o sobrevaloramos ciertos riesgos debido a un descuido de probabilidad. En el primer caso, nos vuelve descuidados; y, en el segundo, más cautos de lo requerido. La disponibilidad puede activarse por múltiples factores. Por ejemplo, incidentes estadísticamente infrecuentes, como un accidente de avión, tienen un poderoso efecto psicológico en nosotros, especialmente si es reciente y llamativo. Un caso aislado (SUNSTEIN, 2006: 85, 116 y 117), con la ayuda de los medios de comunicación o de personas de nuestro entorno (a través de las conocidas como cascadas de disponibilidad), puede extenderse y también contribuir a que esté disponible de forma generalizada, incrementando la preocupación pública. En estos casos, la propagación – el contagio social – opera de un modo similar a lo que podría acontecer en una pandemia. Nuestra sociedad es particularmente propicia para este efecto por dos motivos (PAULOS: 129 y 148): primero, porque la rareza conlleva publicidad y esto hace que parezcan más frecuentes; y, segundo, porque los medios están «más preocupados por el peligro que por la seguridad».
Una dimensión importante de la disponibilidad, es que (SUNSTEIN, 2009: 116, 117 y 127 y ss) no es homogénea para todas las personas, pudiendo variar de un lugar a otro. Una posible explicación de esta disparidad es la predisposición. Si estamos predispuestos a tener determinados temores o miedos, tendemos a estar más atentos a incidentes que están relacionados con ellos. Las creencias previas tienen gran parte de culpa: pueden ayudarnos a hacer que ciertos hechos estén más disponibles que otros en nuestro buscador de la mente (en cierto sentido, la predisposición y la disponibilidad se retroalimentan).
También pueden concurrir factores que la aceleren y/o la amplifiquen. Por ejemplo (PIATTELLI PALMARINI: 128), la carga emotiva asociada a determinados hechos y la dificultad de control tienen un efecto amplificador de la disponibilidad extraordinario (el terrorismo, por ejemplo, trata de explotar ambas circunstancias al máximo). La influencia social también impacta (de hecho, puede precipitar situaciones de polarización grupal).
El poder de la disponibilidad no debe subestimarse. Puede ser el factor precipitador de algunos cambios legislativos. En ocasiones, algunos riesgos estadísticamente infrecuentes impactan en la mente de los Legisladores, impulsando iniciativas reformistas. En otras, éstas se acaban adoptando ante un clamor popular.
En todo caso, como matiza LEWIS (203), esta literatura no está sugiriendo que, al reaccionar así, las personas sean estúpidas. Al contrario, «esta regla particular que utilizamos para juzgar probabilidades (cuanto más fácil me resulte recuperarlo de mi memoria, más probable es) funciona muchas veces bien. Pero si se nos presentan situaciones en las que resulta difícil recuperar de la memoria la evidencia que necesitamos para juzgarlas correctamente, y en cambio se nos aparece una evidencia engañosa, cometemos errores».
¿Una política legislativa que trastea en el patio trasero neuronal?
A la luz de lo expuesto, tengo la impresión que muchas de las reformas legislativas recientes (o, al menos, las brevemente enumeradas) tratan de potenciar el descuido de probabilidad anteriormente descrito. Es decir, «juegan» con la percepción subjetiva de la probabilidad para tratar de hacer más vívida la amenaza de la consecuencia jurídica asociada a un determinado supuesto de hecho (más o menos preciso).
Aunque debe tenerse en cuenta que la disponibilidad es dinámica y puede disiparse con el tiempo (por ejemplo, porque la amenaza de la consecuencia jurídica no se materialice, o bien, porque emerja un nuevo riesgo más vívido).
En definitiva, todo parece indicar que el estudio del Derecho, en tanto que lidia con personas y trata de describir un ideal de comportamiento, debe ser complementado con aproximaciones científicas que hayan abordado el conocimiento del ser humano. Sólo así dejaremos de ser topos.
Las masivas conversiones de contratos temporales, la contención del empleo durante la pandemia y la espectacular reducción de la temporalidad tras el RDLey 32/2021 son fenómenos difícilmente explicables desde el punto de vista estrictamente jurídico (especialmente cuando las normas brillan por su falta de claridad y juegan con una calculada ambigüedad).
Si nos centramos en la contratación temporal irregular, después de décadas intentándolo (con mayor o menor intensidad), el radical cambio de chip de los empresarios con respecto al uso de la contratación indefinida (ordinaria o fija-discontinua), no puede explicarse en términos iuslaborales.
En cambio, si lo observamos desde la perspectiva de la psicología de la conducta, parece que este cambio adquiere cierta coherencia. Al menos, ofrece una posible explicación científica.
Repárese que, en estas reformas enumeradas, todo parece indicar que el cumplimiento de la norma tiene un anclaje «meta jurídico». Es decir, apela a una dimensión introspectiva del ciudadano y que, en muchas ocasiones, escapa de su valoración consciente.
Esta arquitectura de las normas no tiene porqué ser negativa. El propósito perseguido puede ser legítimo. No obstante, sí creo que exige algún tipo de reflexión y/o debate previo y/o paralelo.
Especialmente porque, de algún modo, el legislador, al jugar con nuestras heurísticas y sesgos, estaría accediendo al patio trasero neuronal de los ciudadanos con un nivel de sofisticación mayor al empleado en otras ocasiones (en el pasado, probablemente también lo ha intentado, pero posiblemente de forma «burda», al no tener los conocimientos suficientes).
Viendo el éxito de estas medidas brevemente descritas, todo invita a pensar que estamos a las puertas de lo que podría ser la arquitectura jurídica del futuro. En efecto, no es descabellado pensar que se acabará intensificando su uso. De hecho, el incremento de la psicometría humana que los algoritmos extractivos habilita permitirá conocer algunas de las incognitas del comportamiento por debajo del nivel consciente del cerebro (y el legislador podría dejar de padecer la versión jurídica del síndrome de ANTÓN). Por consiguiente, al desvelar más patrones por debajo de este umbral, las mandatos subliminales implícitos en las normas podrían ser más sofisticados.
Por este motivo, creo que deberíamos articular un escudo protector de nuestro «yo inconsciente» (como he tratado de exponer extensamente en «Inteligencia Artificial y neuroderechos: la protección del yo inconsciente de la persona«).
Este tipo de «conducción» del comportamiento social puede acabar siendo abusivo. Por este motivo, no sé cómo lo verán ustedes, sería muy conveniente la máxima transparencia.
Si no la exigimos, como en el flautista de Hamelin, podríamos acabar bailando sin saber porqué.
Bibliografía citada
- Adam GRANT (2022), Piénsalo otra vez, Deusto.
- Michael LEWIS (2017), Deshaciendo errores, Debate.
- John A. PAULOS (2000), El hombre anumérico, Tusquets.
- Massimo PIATTELLI PALMARINI (1995), Los túneles de la mente, Crítica.
- Cass R. SUNSTEIN (2009), Leyes de miedo. Katz, Buenos Aires.
- Cass R. SUNSTEIN (2006), Riesgo y razón, Katz.
- Amos TVERSKY y Daniel KAHNEMAN (2012), «El juicio bajo incertidumbre: heurísticas y sesgos», En Pensar rápido, pensar despacio, Debolsillo.
Muy interesante… Me ha recordado dentro del Urbanismo, sobre la protección de la legalidad y restitución del orden jurídico perturbado. Vamos, que si haces una construcción ilegal, es muy difícil que te la tiren abajo. En España la fuerza fáctica de los hechos, en casi todos los casos, está por delante y por encima de la Ley. Hay mecanismos, y no se aplican, al depender de la clase política. Y habiendo sentencias, o bien no se ejecutan, o bien es muy difícil su ejecución.