Hacia un estatuto del yo inconsciente de las personas trabajadoras para el Siglo XXI

by bbeltran

 

El cerebro es un órgano esquivo y misterioso. A diferencia del corazón, con sus latidos, o el estómago, cuando se mueve o gruñe, no emite señal sensorial alguna de su existencia. Es imperceptible para nosotros.

En contraste, en este momento (en realidad, en cualquier instante de sus vidas hasta el ocaso), las redes de su cerebro bullen de actividad a través de combinaciones neuronales de una naturaleza extremadamente intrincada y cambiante (EAGLEMAN, El cerebro; y Una red viva): «miles de millones de señales eléctricas [en forma de picos de voltaje que se desplazan] recorren las células a gran velocidad, [desencadenando] pulsos químicos en miles de billones de conexiones entre las neuronas». En realidad (EAGLEMAN, Una red viva), es una comunidad activa de billones de organismos que, conformando una tela viva tridimensional, se desplaza, reacciona, se adapta y se entrelaza para maximizar su eficiencia, creando, a través de infinidad de ramificaciones, elaboradas conexiones neuronales que florecen sin cesar, mueren y se reconfiguran.

Este ingente torrente de actividad es el silencioso artífice que, de manera tan automática como afinada, hace posible que reconozcan la cara de una amiga y mantengan una conversación fluida con ella mientras pasean por un parque concurrido y contemplan el paisaje. Lo más impresionante es que este descomunal procesamiento de información y ejecución de órdenes se materializa a una velocidad fugaz y sin apenas esfuerzo consciente, garantizando que nuestra vida discurra como un flujo, sin interrupciones.

La enormidad de este universo interior es inaprensible para nosotros mismos y, aunque está totalmente alejada de nuestro control consciente, también ha permanecido salvaguardada de interferencias groseras de terceros. Ha sido un coto vedado.

No obstante, el avance tecnológico está llegando a cotas, hace unas décadas, inimaginables. Aunque la ciencia sigue sin entender el funcionamiento de estas redes neuronales (y, quizás, dada su insondabilidad, muchas permanecerán tras el velo del conocimiento), el avance prodigioso de la técnica hace que la decodificación de los procesos mentales más profundos sea un objetivo, en cierta medida, al alcance. Este descifrado permite identificar patrones que, a modo de «gatillo», pueden precipitar pensamientos, emociones y conductas sin que podamos percibir que alguien está hurgando en nuestro patio trasero neuronal.

Los conocidos como clickbaits (o ciberanzuelos) es una de sus materializaciones más generalizadas y efectivas. Es manifiesto que estas máquinas (alimentadas por algoritmos extractivos) están acumulando capacidad para aguijonear la mente, acceder al yo inconsciente y condicionar subliminalmente el comportamiento. Es obvio que, con el paso del tiempo, su sofisticación y ámbitos de aplicación se incrementarán en varios órdenes de magnitud. Por ejemplo, el proyecto Human Behaviour Change Project (en el que IBM, junto con diversas universidades, es una de las entidades fundadoras), a través de la ciencia del comportamiento y el aprendizaje automático, ha sido capaz de mapear 76 teorías sobre el cambio del comportamiento, identificado la vinculación entre lo que se conocen como técnicas de cambio de comportamiento (BCTs, por sus siglas en inglés) y los mecanismos de acción (MoAs) que ocurren con frecuencia (extensamente aquí).

A su vez, a la espera de su redacción definitiva, recuérdese que en la propuesta de Ley de Inteligencia Artificial, el art. 5.1 no prohíbe que se usen estas fórmulas para condicionar el comportamiento de forma subliminal, salvo si provocan un daño grave (extensamente en este artículo). Salvo que consigamos su prohibición absoluta apelando a otros derechos ya existentes (como el derecho a la integridad física y psíquica, el derecho a la dignidad humana y/o el derecho a la libertad), como ya he apuntado en otras ocasiones, como en el flautista de Hamelin, acabaremos bailando sin saber por qué.

Aunque este desafío embrionario no se circunscribe al ámbito laboral, el extraordinario ímpetu tecnológico que está experimentado invita a pensar que, muy probablemente (como ya ha sucedido con la implantación en el pasado de otras muchas innovaciones técnicas en las empresas), las personas trabajadoras serán las que con mayor celeridad y profundidad se verán expuestas a estas amenazas.

Del mismo modo que la datificación ubicua desveló una nueva dimensión del ser humano amenazada (o con una intensidad nunca antes vista) y se evidenció la necesidad de su protección a través del derecho a la autodeterminación informativa, el avance de estas intromisiones en la mente inconsciente suscita el debate de si este estrato tan profundo e íntimo de nuestro ser (la esencia de la esencia) también debe ser merecedor de una protección singular.

Como saben, a nivel internacional se ha suscitado un debate sobre la necesidad de reconocer un nuevo haz de derechos: los denominados neuroderechos. Éstos aspiran a contener las amenazas que los interfaces cerebro-ordenador (o neurotecnologías) tienen para las personas (una excelente síntesis del estado de la ciencia y del debate jurídico en ciernes aquí).

Sin menospreciar la oportunidad e importancia de esta discusión, hay evidencias suficientes que sugieren que un amparo jurídico-positivo específico y diferenciado que blinde a la mente inconsciente no puede demorarse por más tiempo (en definitiva, sin necesidad de esperar a la implantación de las neurotecnologías y a la evaluación de sus efectos). Especialmente porque, anunciando los cambios que se avecinan para la sociedad en su conjunto, las personas trabajadoras, como si fueran los canarios de una mina de carbón, ya empiezan a padecer incipientemente sus efectos.

El reconocimiento de los derechos del yo inconsciente de la persona (o derechos YIP), a través de un estatuto protector, es urgente (tuve oportunidad de proponer una primera aproximación tentativa en Inteligencia artificial y neuroderechos: la protección del yo inconsciente de la persona).

En el debate sobre el Estatuto de los Trabajadores del Siglo XXI, sería un error que no los incluyéramos. Sin duda, su regulación jurídico-positiva sería nuestro mejor legado para las generaciones del futuro.

 

 


Nota: esta entrada recoge algunas de las notas de un futuro artículo titulado «Hacia el estatuto del yo inconsciente de las personas trabajadoras», que (si todo va bien) será publicado en unos meses.

 

 

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