Imaginando el futuro limitados por el presente
Si lo recuerdan, en una entrada anterior («Planificación del futuro, control y ansiedad«), les hablé de nuestro lóbulo frontal. Entonces, siguiendo a GILBERT (34 y 35), les expuse que diversas evidencias muestran que es la maquinaria cerebral fundamental que permite a los seres humanos proyectarse a sí mismos en el futuro. Y lo hacemos por varios motivos, pero principalmente para prevenirnos y así protegernos.
Sin embargo, esta habilidad tan humana se caracteriza por el hecho de que sólo podemos describir escenarios futuros a partir de la información que ya tenemos.
Esta «particularidad» no deja de ser una derivada de la regla «WYSIATI» formulada por KAHNEMAN (de la que les he hablado en otras ocasiones): ‘todo lo que ven es todo lo que hay‘. Y, ciertamente, en la medida que nuestra certeza está basada únicamente en lo que vemos, es lógico que a la hora de hacer nuestras proyecciones también estemos sujetos a la misma.
De modo que los datos sobre experiencias/hechos pasados y los (poco fiables) recuerdos de los mismos son la materia prima a partir de la cual dibujamos escenarios más allá del presente.
Esto podría inducirnos a pensar que sería suficiente con hacer un acopio (descomunal) de información para hacer buenas predicciones. En esta línea, como exponen TETLOCK y GADNER (19), a principios del S. XIX, el matemático y astrónomo francés LAPLACE conjeturó que «si se sabía todo acerca del presente, podía prever todo acerca del futuro. Sería omniscente».
Lo curioso es que, con mucha menos información, también creemos que tenemos esta capacidad «adivinatoria».
El motivo que nos impulsa a esta creencia ha sido objeto de análisis en otras ocasiones en este blog (por ejemplo, en «Sobre el error (y los falsos recuerdos y las pruebas testificales)«) y tiene que ver con el sesgo de la retrospección.
En efecto, si lo recuerdan, a toro pasado, creemos ser capaces de detectar una correlación absolutamente lógica de los acontecimientos. Y esto incrementa la confianza en nuestra capacidad de acertar en nuestros pronósticos. Siguiendo a TETLOCK y GADNER (245), recogiendo los descubrimientos de KAHNEMAN, esto es así porque el pasado nos parece mucho más previsible de lo que realmente fue y esta impresión del pasado fomenta la creencia de que el futuro también es más previsible.
Sin embargo, contrariamente, lejos de ostentar esta «habilidad predictiva», el carácter endeble de nuestras explicaciones sobre el pasado y el exceso de confianza en nuestra capacidad provocan que, sistemáticamente, seamos víctimas de nuestras erróneas predicciones.
Basta hacer un repaso a cómo el ser humano a lo largo de las décadas se ha ido imaginando el futuro y cómo los sucesivos «presentes» han ido desmintiendo sistemática e implacablemente la inmensa mayoría de aquellas proyecciones (una muestra ilustrada – y muy curiosa – aquí).
En definitiva, el núcleo de la ilusión, como apunta KAHNEMAN (261), «es que creemos entender el pasado, lo cual supone que también el futuro puede conocerse, pero la verdad es que entendemos el pasado menos de lo que creemos».
Quizás, puedan estar pensando que, contrariamente a lo que les estoy exponiendo, en ocasiones los pronósticos se acaban cumpliendo.
La cuestión es que, como expondré en el epígrafe que sigue, si alguien ha acertado en su predicción sobre el futuro es altamente probable que se deba al puro azar.
Predicciones, monos aporreando teclados y azar
En efecto, dada la elevada dependencia del azar, si alguna predicción sobre el futuro se ha acabado cumpliendo, lo más razonable es pensar que se deba más a la suerte que a la capacidad predictiva de quien la haya formulado (aunque TETLOCK y GADNER, en su fantástico libro, sugieran que existe margen para hacer buenos pronósticos, al menos, sobre aspectos muy concretos y a corto/medio plazo).
De hecho (TALEB, 181 y ss.), la posibilidad de que alguna de estas predicciones acabe acertando está muy relacionada con el número de proyecciones que se hagan. Cuanto mayor sean, más probabilidades hay de que ese acierto se deba al ciego azar.
No obstante, no acostumbramos a verlo así y tendemos a atribuir todo el mérito a la habilidad del pronosticador, descartando que el azar haya podido influir. De hecho, como expone TALEB (202), «nadie acepta el azar en su propio éxito, sólo en su fracaso».
Y, precisamente, en estas situaciones (continuando con TALEB), somos víctimas del conocido como «sesgo de supervivencia»: sólo reparamos en los casos de éxito (los «supervivientes») y no tenemos en cuenta el número inicial de pronósticos que se formularon. Esto es, a todos aquéllos que se acabaron equivocado (de hecho, en la medida que es muy improbable que podamos saber cuántos son, es muy difícil saber en qué medida comprendamos que el acierto se debe al azar).
En definitiva, como apunta MAUBOUSSIN (67), tendemos a hacer un cálculo insuficiente del fracaso. Efectivamente, siguiendo ahora con TETLOCK y GADNER (24), los consumidores de pronósticos – gobiernos, empresas y el público en general – no exigen verificaciones» (y, al no medirse ni rendirse cuentas, damos rienda suelta a los «expertos/gurús» para que sigan embaucándonos…).
Siguiendo con el citado sesgo de supervivencia y a los efectos de comprender sus implicaciones, siguiendo con TALEB (181), imaginen la siguiente situación (que describe lo que se conoce como el «Teorema de los infinitos monos»):
«si se pone a un número infinito de monos delante de (fuertes y sólidas) máquinas de escribir, y se les deja aporrearlas, existe la certeza de que uno de ellos redactará una versión exacta de la Iliada«.
Y, a continuación añade,
«ahora que hemos encontrado a ese héroe entre los monos, ¿algún lector invertiría los ahorros de toda su vida para apostar que el mono escribirá la Odisea a continuación?».
Yo, definitivamente, no lo haría. Las derivadas de este planteamiento (muy interesantes) serían las siguientes:
«¿Qué parte del rendimiento pasado (aquí, la redacción de la Iliada [o – añado – una predicción]) puede ser relevante para predecir el rendimiento futuro [o – añado – acertar en un nuevo pronóstico]? Lo mismo se puede decir de cualquier decisión que dependa del rendimiento anterior, si depende meramente de los atributos de las series temporales sobre el pasado. Piense en el mono presentándose en su casa con su impresionante rendimiento anterior. ¡Hombre! Ha escrito la Iliada. El principal problema de la inferencia en general es que los que tienen como profesión la obtención de conclusiones a partir de datos suelen caer en la trampa más deprisa y más confiados que otros. Cuantos más datos tenemos más probable es que nos ahoguemos en los datos».
Para tratar de exponerlo de otro modo:
¿Alguien en diciembre de 2019 (o hace 6 meses) siquiera imaginó la posibilidad de que, a pocas semanas de las elecciones, uno de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos podría verse afectado por un virus que amenazara seriamente su salud …? ¿Y de una parte significativa de su equipo presidencial? ¿Y el efecto que tendría en el resultado electoral? Y si lo hizo, ¿lo atribuirían exclusivamente a su «habilidad» (de «experto»), o bien, creerían que medió «algo» de – ciego – azar en su predicción …?
¿Seguirían sus predicciones sobre escenarios futuros a pies juntillas, apostándolo todo …?
De hecho, esto está estrechamente relacionado con el conocido «problema de la inducción» (ejemplificado con el «problema del pavo»), del que les he hablado en varias ocasiones. Y es un problema, si lo recuerdan, porque supone sacar conclusiones generales a partir de observaciones específicas. O, como David HUME (citado por TALEB, 163), planteó: «ningún número de observaciones de cisnes blancos nos permite inferir que todos los cisnes son blancos, pero la observación de un único cisne negro basta para refutar dicha conclusión».
En definitiva, aplicado a lo expuesto, este problema implica que el conocimiento pasado no es un buen predictor del futuro.
A la luz de todo lo apuntado hasta ahora, y como detallaré a continuación, se comprende por qué nos hallamos especialmente desvalidos frente a los fenómenos inéditos: no sólo es difícil imaginarlos, sino que si alguien eventualmente ha podido hacerlo, es probable que el azar haya tenido una incidencia mucho mayor de lo que creemos (y difícilmente será un buen indicador para ayudarnos a detectar nuevos hechos que no tienen precedentes).
Reacciones frente a lo que no tiene precedentes
Como se acaba de exponer, nuestra mente tiene hambre de certezas y si no las encuentra las impone (TETLOCK y GADNER, 245), creando falacias narrativas sobre el presente influyendo sobre lo que esperamos del futuro.
La cuestión es que, al enfrentarnos a algo sin precedentes, estas mismas fuerzas nos empujan a tratar de equipararlo con algo conocido.
Como expone ZUBOFF (26), aunque lo plantea en otro contexto, lo que «no tiene precedentes es irreconocible»; y, en tales casos, no podemos evitar recurrir a nuestra experiencia pasada para enfrentarnos a estas nuevas situaciones. Esto es, lo «interpretamos a través de la óptica de unas categorías con las que ya estamos familizarizados».
Sin embargo, el peligro es que, al hacerlo, invisibilizamos los riesgos que lleva implícitos (esto es, no vemos «aquello mismo que carece de precedentes»).
En estas circunstancias, el riesgo a cometer errores fatales es muy superior al que sería deseable.
Especialmente porque (siguiendo con ZUBOFF, 27):
«lo que no tiene precedentes consigue confundir sistemáticamente nuestra capacidad de comprensión; los prismas y cristales de la óptica existente sirven para iluminar y enfocar lo ya conocido, pero con ello escurecen partes significativas del objeto original, pues, convierten lo que no tiene precedentes en una mera prolongación del pasado. Eso contribuye a normalizar lo anómalo, lo que, a su vez, hace que combatir lo carente de precedentes sea una empresa más ardua aún, si cabe».
Y la pandemia está ejemplificando este proceso con toda su crudeza.
Una valoración final
Les ruego que no confundan el tono (quizás «lúgubre») de esta entrada con una idea escéptica sobre la capacidad del ser humano para superar la situación actual.
Todo lo contrario, ¡creo que el «pesimismo analítico» es condición necesaria para el «optimismo prospectivo»!
Y, por favor, ¡cuídense!
Bibliografía citada
- GILBERT, D. (2006), Tropezar con la felicidad, Ariel.
- KAHNEMAN, D. (2012), Pensar rápido, pensar despacio, Debolsillo.
- MAUBOUSSIN, M. J. (2013), La ecuación del éxito, Empresa Activa.
- TALEB, N. N. (2009), ¿Existe la suerte?, Debolsillo.
- TETLOCK, P. E. y GARDNER, D. (2017), Superpronosticadores, Katz.
- ZUBOFF, S. (2020), La era del capitalismo de la vigilancia, Paidós.
Excelente comentario. Son de agradecer este tipo de artículos que nos enfrentan sobre cómo pensamos, en qué consiste la mente…y qué es realmente eso que llamamos el libre albedrío.
Un cordial saludo.