El viento apaga una vela pero aviva el fuego. Queremos ser fuego (no ser velas) y desear el viento.
De esta forma empieza TALEB su libro «Antifrágil», para destacar la necesidad de emplear la incertidumbre a nuestro favor. Esto es, no conformarse ante lo aleatorio e incierto, pues, hay cosas que se benefician de las crisis: prosperan y crecen, precisamente, gracias a la volatilidad, el azar, el desorden y la existencia de estresores. Las cosas que experimentan este efecto (que tienen esta propiedad) él las califica como «antifrágiles».
El resto son frágiles. Y si algo lo es (un vaso de cristal, por ejemplo), hay que tratarlo con cuidado, porque se sabe (de antemano) que puede romperse (aunque desconozcamos qué puede hacerlo y no podamos anticipar cómo ni cuando acontecerá).
Lo frágil exige estabilidad y no admite el error (un desliz y el vaso se hace añicos) y por ello es propenso a los cisnes negros (si lo recuerdan [p. 28 y 30]: «son sucesos a gran escala, imprevisibles, irregulares y con unas consecuencias de muy gran alcance que sorprenden y perjudican a ciertos observadores que no los han previsto»; y la probabilidad de su acaecimiento «es imposible de calcular»).
Como apuntan HAIDT y LUKIANOFF (La transformación de la mente moderna, 48 y 49), a partir del marco conceptual de TALEB, la fragilidad (o la negación de la antifragilidad) nos lleva a un exceso de sobreprotección innecesaria (la «cultura de la ultraseguridad») que, incluso, puede ser (altamente) perjudicial.
En definitiva, como les exponía en otra entrada («La sociedad del miedo, cascadas de disponibilidad y riesgos de cola«) y siguiendo la exposición de BUDE (La sociedad del miedo, 79), estamos inmersos en lo que se conoce como la «paradoja de la seguridad», en virtud de la cual la «sensibilidad para las inseguridades crece en la misma medida en que lo hace la seguridad». Y esto nos lleva a ser especialmente temerosos.
Y lo que es peor (HAIDT y LUKIANOFF, 51) también nos ha llevado a expandir el concepto de «daño» en dos direcciones: desplazándolo «‘hacia abajo’ para aplicarse a situaciones menos graves y ‘hacia fuera’ para abarcar fenómenos nuevos pero conceptualmente relacionados». De ahí que al crear una cultura de la ultraseguridad, tendente a minimizar los estresores o ciertas dosis de caos o incertidumbre, nos convirtamos en más frágiles.
Lo antifrágil, en cambio, se alimenta del error (siempre que no sea muy perjudicial) y puede sobreponerse mucho mejor.
Lo antifrágil es distinto a la robustez o la resiliencia, pues, las cosas que tienen esta propiedad (como un vaso de plástico) aguantan los choques, pero siguen igual (aunque dado que la robustez perfecta en inalcanzable, al final acaban sucumbiendo). Lo antifrágil, en cambio mejora.
La crisis del COVID-19 está evidenciando (dramáticamente) la extrema fragilidad de nuestro modo de vida.
No obstante, también está desvelando (de forma inesperada en muchos casos) el atributo antifrágil de muchos aspectos de la misma: en las personas, empresas, organizaciones e instituciones. Creo que sobre todo debemos quedarnos con esto y tratar de potenciarlo.
Y, quizás (como sugiere TALEB a lo largo de su libro), debamos quedarnos también con la idea de que cierta dosis de incertidumbre, de aleatoriedad, caos, daño o desorden puede ser positiva. En especial porque, si no son crónicos (y simplemente «agudos»), se convierten en «mensajeros» que nos aportan una información muy valiosa, pues, nos permite mejorar nuestra capacidad de adaptación .
Pero para ello es imprescindible ser antifrágil y emplear la experiencia de estos meses pasados para afrontar el futuro con (cierto) optimismo.
Es la mejor (y, quizás, la única) garantía para seguir caminando en la niebla.