Rememorando el pasado, retazos de la memoria y caminando de espaldas…

 

Al finalizar el año, tendemos a hacer balance y rememoramos lo acontecido en los últimos 12 meses.

De hecho, no sé si han reparado que, al recordar, tendemos a pensar en el pasado como algo que está atrás y, en cambio, el futuro, nos aparece como una dimensión que tenemos delante.

No obstante, esta forma de pensar es un constructo de origen cultural y, por consiguiente, no es universal en todos los seres humanos.

Por ejemplo, como expone SIGMAN (24), los aymaras (un pueblo originario de la región andina de América del Sur), conciben la asociación entre el tiempo y el espacio de un modo muy distinto. Para ellos, la palabra que se refiere al pasado, ‘nayra’, también significa al frente, esto es, a la vista. En cambio, la palabra ‘quipa’, referida al futuro, también indica atrás.

En definitiva, en el lenguaje aymara, el pasado está adelante y el futuro, atrás.

De hecho, esto también condiciona su forma de pensar, pues, «extienden los brazos hacia atrás para referirse al futuro y hacia el frente para aludir al pasado».

Aunque esto pueda parecernos extraño (al menos, de acuerdo con nuestras categorías conceptuales), tiene todo el sentido del mundo, porque como ellos mismos apuntan (25):

«el pasado es lo único que conocemos, lo que los ojos ven y está, por lo tanto, al frente. El futuro es lo desconocido, lo que nos ojos no saben, y por eso está a nuestras espaldas. El flujo del tiempo para los aymaras sucede caminando marcha atrás, con lo que lo incierto, el futuro, se convierte en un relato del pasado, a plena vista».

Aunque el razonamiento aymara atesora una coherencia abrumadora (y, quizás, deberíamos plantearnos copiarla), lo cierto es que rememorar el pasado no es una tarea tan prístina. Por varios motivos (al menos dos): estamos programados para olvidar; y el recuerdo siempre es constructivo.

Permítanme que se los exponga:

 

Programados para olvidar

Probablemente, lo que hace especiales a los seres humanos (siguiendo a ØSTBY y ØSTBY, 45) es «nuestra capacidad de poder recordar el pasado, y al mismo tiempo, ser capaces de imaginarnos el futuro». No obstante, se da la particular circunstancia de que evolutivamente hemos sido programados para olvidar (esto es, no podemos recordar todo lo que nos sucede).

De hecho, lo que se conoce como la curva del olvido de Ebbinghaus describe una gráfica sobre la disminución progresiva de la exactitud de nuestros recuerdos cotidianos o no.

Y esta limitación es absolutamente necesaria para nuestra supervivencia. En efecto, olvidar tiene sus ventajas. Nuestro cerebro está cableado para ello. Especialmente porque (GIGERENZER, 29 a 31) tener una memoria ilimitada, recordando con detalle prácticamente todo lo que nos ha acontecido en vida, tanto lo importante como lo más trivial, tiene un serio inconveniente. Si, como le sucedía al periodista ruso SHERESHEVSKY (tal y como lo describe LURIA), tuviéramos una memoria perfecta, en la que todo son detalles, no sería posible pensar en abstracto, pues, estaríamos saturados de datos, impidiendo la comprensión de los aspectos esenciales de lo que está sucediendo.

Así pues, puede afirmarse que,

«olvidar impide que los innumerables detalles de la vida hagan críticamente más lenta la recuperación de experiencias importantes y debiliten así la capacidad de la mente para hacer abstracciones, deducir y aprender».

En este proceso, la reiteración también puede ser una causa del olvido. En efecto, como apunta BECK (25) olvidamos, bien porque son cosas

«tan monótonas que el propio filtro cerebral las descarta o bien porque son tan importantes que primero aguardan desordenadas en el subconsciente en estado latente para combinarse más adelante con otra información. En sentido estricto no ha olvidado esas cosas, simplemente no las recuerda en ese momento».

Siguiendo, de nuevo, con GIGERENZER (139), el olvido adaptativo o el hecho de que dispongamos de una buena memoria funcional (como el menú de archivos de Microsoft Word, en el que sólo se enumeran los ítems más recientes), nos aporta una ventaja evolutiva (e, incluso, en determinados contextos, puede posibilitar buenas evaluaciones).

Es posible explicar este proceso (siguiendo ahora a ØSTBY y ØSTBY, 174 y 175) porque si los recuerdos no tienen algún «tipo de conexión con nosotros mismos y las cosas que significan algo para nosotros, se van desmoronando con el tiempo». Y nuestro cerebro lo hace, de forma inteligente, pues, esto le permite liberar espacio para guardar nuevos recuerdos.

En definitiva, son diversas las investigaciones que evidencian que este proceso comienza poco después de que el recuerdo haya entrado en el cerebro. Y es útil que así sea, pues, es mejor empezar enseguida que dejarlo para más tarde. Lo que (siguiendo con las citadas autoras) ha permitido comprender que

«olvido y la memoria van de la mano. Son dos caras de la misma moneda. Sin el olvido, la memoria se desbordaría. Es necesario olvidar algunas cosas para dejar espacio a recuerdos más importantes».

 

Rememorar es una tarea constructiva

Ante esta limitación evolutiva que inevitablemente nos empuja al olvido, resulta que el acto de rememorar se convierte en una tarea especialmente constructiva.

Sistemáticamente (ØSTBY y ØSTBY, 69, 73, 104 a 106), el hipocampo (como si fuera un director de cine) toma todos los elementos y rellena los huecos de los detalles que se perdieron en el inicio con el conocimiento más plausible que tenemos en el presente.

De modo que tenemos una memoria, «muy fragmentada y excéntrica y creativa»; que inventa nuevas historias en todo momento y esta reconstrucción la ejecutamos inconscientemente (no a propósito): «inventamos, estructuramos, moldeamos y, de repente, hemos incluido cosas que no hemos vivido, sino leído, oído o visto».

Algunas mnemotécnicas (como apunta BECK, 55) recomiendan inventar historias e imagines vinculadas a conceptos para retenerlos. No obstante, parece que nuestra mente lo hace automáticamente y, en ocasiones, lo hace excediéndose.

De ahí que (54 y 55) la memoria, no deja de ser

«un constructo porque, hablando estrictamente, cuando nos acordamos de algo no estamos recuperando un recuerdo. Por el contrario, lo que hacemos es producir un recuerdo nuevo». De modo que «la información se transforma con el paso del tiempo, sobre todo, cuando se accede a ella y se recupera con frecuencia. Esto hace que la memoria sea vulnerable en dos aspectos: al registrar, al fijar después y, por último, al recuperar los recuerdos».

No obstante (ØSTBY y ØSTBY, 71), «cuando evocamos el recuerdo, este parece estar intacto (…), creando un nuevo instante en nuestra memoria, como si llegara de una realidad paralela». Y lo más importante es que no somos capaces de distinguir entre los recuerdos ciertos de los inventados (no nos damos cuenta cuando recordamos algo que no ha sucedido nunca). Esta idea queda reforzada con la siguiente reflexión de BECK (58):

«aunque los falsos recuerdos carezcan de una experiencia sensible ‘auténtica’, se integran en las mismas redes neuronales. Una vez que ocurre esto es demasiado tarde. El cerebro será incapaz de distinguir después entre un falso recuerdo y uno verdadero; el cerebro no distingue entre qué fue ficción y qué realidad (…). Da igual que haya existido o no. En principio, todos nuestros recuerdos viven siempre en un mundo imaginario creado por nosotros».

En efecto (GILBERT, 99 y 100), esta «recreación [a partir de datos no almacenados] se realiza a una velocidad tal y con tan poco esfuerzo que tenemos la ilusión (…) de que todo ello ha estado en nuestra mente desde el principio».

Además, tengan en cuenta que, cada vez que rememoramos (SCHULZ, 211), percibimos estos recuerdos como reales y cobran vida de nuevo, consolidándose la desviación con respecto a lo originalmente acontecido. Y, no podemos evitar creer que sí son lo que parecen. Especialmente porque, del mismo modo que

«asumimos de forma automática [espontánea e inmediata] que nuestra experiencia subjetiva de algo es una representación fiable de las características del objeto en sí», olvidamos que «nuestro cerebro es un hábil falsificador que urde un tapiz de recuerdo y percepción cuyo grado de detalle es tan creíble que resulta difícil determinar su falsedad».

Así pues (BECK, 62, 64 y 65), los recuerdos nunca son estáticos. Los vamos modificando a posteriori, esto es, cada vez que los repescamos. Y las personas no son capaces de discriminar entre recuerdos reales de los falsos, especialmente porque los patrones de activación son casi idénticos. Los ficticios se vuelven tan reales como uno verdadero.

 

Recuerdos, relato a la carta y un poco de dramaturgia

Los dos factores anteriores tiene una proyección introspectiva particularmente profunda.

En efecto, rememorar también condiciona la visión que tenemos de nosotros mismos y que tratamos de proyectar hacia terceros. Así, los recuerdos se convierten en narraciones de nuestra propia existencia y tendemos a aferrarnos a algunas de forma preeminente porque encajan mejor con la imagen que tenemos de nosotros mismos.

Aunque, quizás, resulte contraintuitivo, los recuerdos (BECK, 70) no pretenden explicar el mundo tal cual es, sino que los utilizamos para sentirnos bien en el presente.

Dado que nuestros recuerdos presentan agujeros mayores que los de un queso gruyere, como apunta LAHOZ (34),

«en nuestros recuerdos no somos más que espectros de nosotros mismos, tenemos que bucear sin descanso entre las anémonas de nuestra memoria para ventear las cenizas de nuestro yo y poder rastrear, aunque sea por medio de conjeturas o de indicios, cualquier vestigio que nos permita corroborar que ese yo ahora inexistente tuvo en el pasado una existencia real».

Esto nos lleva, inevitablemente, (ØSTBY y ØSTBY, 83 y 84) a buscar

«una cierta dramaturgia en nuestra vida, y dado que no podemos ver el futuro, echamos la vista atrás para crear un relato sobre nosotros mismos. Y cuando miramos atrás, dirigimos y cortamos y editamos. Podemos cambiar el guión sobre la marcha, encontrar razones para explicar por qué las cosas son como son».

Y es obvio que esto alimenta una particular forma de autoengaño muy propia del homo sapiens, pues (TRIVERS, 41 y 42):

«sin cesar armamos relatos personales falsos. Sobrevaluándonos y menospreciando a los demás generamos automáticamente historias sesgadas, según las cuales tuvimos una conducta más moral, fuimos más atractivos y tuvimos actitudes más benéficas y eficaces que las reales».

De hecho, se ha comprobado que, «las personas de edad comprendida entre los cuarenta y los sesenta años recuerdan sus acciones morales negativas como si hubieran sucedido diez años antes que las acciones positivas». Y, aunque la relación no es tan intensa, tendemos a colocar nuestras conductas negativas en un pasado más lejano que cuando se trata de las positivas. Como si, de este modo, tratáramos de no revelar nada malo sobre nuestra persona actual.

Y, desde el punto de vista neurofisiológico, de hecho, la conciencia es capaz de suprimir de ella información verídica. Es decir, en la vida cotidiana, tratamos de eliminar de forma activa y consciente algunos recuerdos o pensamientos; como, por ejemplo (y si les gusta el fútbol), el número de títulos que haya ganado su eterno rival. Se ha constatado que (TRIVERS, 72)

«diferentes secciones del cerebro han adquirido la función de suprimir la actividad de otras secciones y generar así pensamientos que engañan a quien los piensan (…). Cuanto más se activa la corteza prefrontal dorsolateral (CPFDL) en el momento de recibir la instrucción de olvidar, mejor es el efecto supresor de la actividad en curso en el hipocampo (lugar donde se almacenan los recuerdos) y menos recuerda el sujeto un mes después».

No obstante (73), la mente también nos depara algunas ironías, pues, cuando tratamos de olvidar algo que tiene sentido, esto es, una vez hemos tomado la decisión consciente de borrar un pensamiento, aunque si se persiste en el empeño se acaba alcanzando este resultado, sin embargo, no siempre es lo que acaba ocurriendo. En estos casos,

«parecería que la mente se resiste a suprimir pensamientos y que, en ciertas condiciones, recordamos precisamente lo que tratamos de olvidar. Por ejemplo, puede suceder que mencionemos de golpe lo que tratamos de ocultar a los demás, como si lo hiciéramos involuntariamente o, incluso, contra nuestra voluntad».

En cualquier caso, no se preocupen por esta dimensión creativa de su mente que opera, secretamente, por debajo de su nivel consciente (burlándose de su conciencia).

Un cierto margen de distorsión de los recuerdos es positivo. Asumiendo, por tanto, que los recuerdos nos permiten crear nuestra propia identidad a partir del pasado, también (BECK, 69) nos ayudan a aprender mejor de nuestras experiencias para encarar el futuro. Especialmente porque, aunque pueda resultar paradójico, la formación de falsos recuerdos está vinculada a la formación de nuevas ideas y, por consiguiente, a la resolución de problemas y planificar mejor acciones futuras (70):

«para ser capaz de concebir algo más tarde necesitamos descomponer lo que tenemos hasta el momento y recomponerlo de manera creativa. Resulta evidente que esto se contradice con el deseo de poseer una memoria estable y puede llevar a que los acontecimientos se combinen y fijen mal a posteriori. Sin embargo, la ventaja es mucho mayor: podemos pensar en casi cualquier futuro imaginable – incluso imposible -. Sólo porque aceptamos los fallos de memoria somos capaces de crear nuevas ideas».

O, como apunta LAHOZ (33), «solo hay oportunidad de futuro allí donde hay memoria. Para poder llegar a ser es preciso haber sido. Para poder imaginar es necesario recordar».

Y, aunque este no es objeto de esta entrada, es obvio que esta facultad tan humana, nos da una ventaja competitiva (prácticamente insuperable) frente a la inteligencia artificial.

 

Una valoración final: en ocasiones, ando de espaldas…

A la luz de lo expuesto hasta hora (y tomando las palabras de LAHOZ, 33), puede concluirse que

«la acción rememorativa restaura una memoria de la que muchas veces ni siquiera somos conscientes y que, una vez restituida, no se deja tutelar ni tampoco controlar».

Y espero que lo anterior no condicione (negativamente) la percepción de lo que hayan podido rememorar del 2022…

Aunque, como también les he descrito, estén seguros que a pesar de los adornos, alteraciones y borrados totales y/o parciales que juguetonamente su mente ha llevado a cabo, es seguro que les ayudará a planificar mejor el futuro y así afrontar los desafíos que nos deparará el 2023.

Ya saben que, de vez en cuando, me desvío de los temas jurídicos; aunque, como les expliqué en «Sobre el error (y los falsos recuerdos y las pruebas testificales)«, es obvio que lo expuesto tiene una influencia directa en el proceso judicial (y, quizás, debería tenerse más en cuenta).

No me gustaría concluir esta entrada sin compartir con los lectores una muy grata noticia (y que quedará firmemente impresa en mi recuerdo), pues, este blog ha sido galardonado con el Primer Premio en los Premios Blogs Jurídicos de Oro 2022 (4ª Edición), organizados por el Magistrado José Ramón Chaves.

Sin duda es un gran reconocimiento a la labor desarrollada en los últimos 8 años. Y, como pueden imaginarse, estoy muy contento por este logro.

Quiero aprovechar la oportunidad para agradecer a todas las personas que apoyaron la candidatura de este blog (y, obviamente, a quien la propuso); y también a los lectores que (con mayor o menor asiduidad) acuden al blog y me permiten compartir reflexiones sobre diversas problemáticas interpretativas y normativas o, como en esta ocasión, sobre dimensiones que trascienden lo jurídico.

¡Muchas (muchas) gracias!

Espero, en cualquier caso, que este grato recuerdo no se diluya, con el paso del tiempo, en la nebulosa de la memoria.

Si algún día me ven caminando hacia atrás, por favor, no se preocupen por mí. Siguiendo la sabiduría de los aymaras, estaré rememorando este dulce momento…

 

 

 


Bibliografía citada

  • Henning BECK (2019), Errar es útil, Ariel. 
  • Gerd GIGERENZER (2018), Decisiones instintivas, Ariel. 
  • Daniel GILBERT (2017), Tropezar con la felicidad, Ariel.
  • Mayka LAHOZ (2022), La trama de la memoria, Tusquets.
  • Alexander Romanovich LURIA (2009), Pequeño libro de una gran memoria, KRK.
  • Hilde ØSTBY y Ylva ØSTBY (2019), El libro de la memoria, Ariel.
  • Mariano SIGMAN (2016), La vida secreta de la mente, Debate (3ª Ed.).
  • Kathryn SCHULZ (2015), En defensa del error, Siruela. 
  • Robert TRIVERS (2013), La insensatez de los necios, Katz.

 

 

 

 

 

 

 

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1 comentario en “Rememorando el pasado, retazos de la memoria y caminando de espaldas…

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