A. Sobre los marcos (y las pensiones y la crisis financiera)
Las metáforas delimitan marcos conceptuales. Y, al hacerlo, como apunta LAKOFF (11), se está describiendo un inconsciente cognitivo que crea una determinada visión de la realidad a la que se refieren.
En efecto, las metáforas tienen la propiedad de erigir estructuras mentales que, operando debajo de nuestro nivel consciente, pueden condicionar nuestro razonamiento y, por consiguiente, nuestra reacción frente a los fenómenos.
Para ilustrar, la cuestión relativa al sistema de pensiones, como saben, está intrínsecamente unida a su financiación. Y, al respecto, la estrategia a seguir puede variar en función del marco conceptual del que se parta.
Así, si al referirnos a las pensiones de forma recurrente se apela a su «coste» no debería sorprendernos que se haya «instalado» un discurso dirigido principalmente a reducirlo; pues, en un contexto de recursos limitados, ¿quién no aspira a limitar los gastos a su mínima expresión?
En este contexto (fácilmente comprensible para cualquier ciudadano desde el punto de vista de la propia experiencia – por ejemplo – en la economía doméstica), a la opinión pública puede parecerle absolutamente razonable que se aborde esta política pública con una lógica de contención.
Reparen que la intrínseca asociación de las pensiones a su «coste» (una dimensión que, claramente, no es neutra), delimita el ranking de prioridades e implica que, al ser calificadas como una «carga», sus «virtudes intrínsecas» queden relegadas a un plano secundario (o, en el peor de los casos, residual).
Y, como efecto derivado, reparen que encorseta su configuración en un determinado «sistema conceptual» (marco). Aspecto que no es baladí, pues, puede predeterminar los términos del debate y, por consiguiente, las posibles vías alternativas para afrontarlo.
Pretender preservar el sistema de pensiones y dejar que el debate siga encuadrado en el contexto estrictamente de sus costes, supone aceptar el marco conceptual de quienes políticamente aspiran a reducirlo a su mínima expresión (y, dificulta la comprensión por la opinión pública de los discursos políticos que pretenden preservarlo – es como si trataran de ganar una carrera siendo los únicos que nadan a contracorriente).
En cambio, en el polo opuesto, reparen que la reacción frente a la crisis financiera se tradujo en un «rescate» de sus entidades. En este caso, el marco conceptual está evocando (deliberadamente) a la idea de una situación de necesidad previa. Lo que significa que, en este contexto, quien provee ayuda actúa de forma – sobre todo – positiva.
O, dicho de otro modo, en este marco conceptual, negar el auxilio no es una decisión que pueda adoptarse «fácilmente», quizás, porque nos compromete como individuos/sociedad y podría llevar a cuestionar la bondad de nuestras convicciones (convirtiéndonos probablemente en «villanos», al negar el auxilio).
Modificar un marco conceptual no es sencillo y, obviamente, requiere tiempo.
No obstante, creo que no convendría obviar su incidencia en los debates públicos sobre las grandes cuestiones que nos afectan.
B. Sobre los marcos y los derechos (y la intervención del Estado)
La breve exposición del apartado anterior me permite hablarles de otro tipo de marcos conceptuales. En concreto, me gustaría compartir una breve reflexión a propósito de la categorización de los derechos fundamentales como «negativos» y «positivos».
Una de las aceptaciones de esta diferenciación gravita sobre el papel de la acción gubernamental en cada uno de ellos y responde, en esencia, a la dicotomía «tolerancia-acción» del Estado (y, en última instancia, a los costes asociados a cada una de ellas).
Así, los primeros, siguiendo a FERRAJOLI (24), se refieren a «derechos de libertad, que consisten en expectativas negativas a las que corresponden límites negativos, y por los derechos sociales, que, a la inversa, consisten en expectativas positivas a las que corresponden vínculos positivos por parte de los poderes públicos». Como saben, para ilustrar, entre los primeros se encuentra el derecho de propiedad privada y, entre los segundos, por ejemplo, las viviendas subsidiadas.
Los primeros (derechos de libertad o liberales), siguiendo ahora con HOLMES y SUNSTEIN (56), se refieren a libertades que quedan garantizadas «limitando la interferencia del gobierno», esto es, que no haga nada, que se modere, erigiéndose como «muros contra el Estado», creando una inmunidad contra la intromisión gubernamental.
Los derechos «positivos» (derechos sociales), en cambio, exigen su intervención activa, esto es, una ayuda pública, impulsando la igualdad a través de la reasignación de los tributos recaudados (60).
Se entiende que «si los derechos negativos nos ofrecen refugio contra el gobierno, los positivos nos conceden servicios de éste» (60).
Esta categorización, de hecho, está fuertemente arraigada y, a grandes rasgos, describe dos grandes corrientes ideológicas en función del papel (más o menos paternalista) que debe jugar el Estado. La cuestión es que los derechos positivos están intrínsecamente unidos a la idea (en absoluto neutral) de su coste, pues, son «derechos de bienestar subsidiados por los contribuyentes» (y, por ello, conllevan un trasvase de recursos públicos).
Sin embargo, comparto con HOLMES y SUNSTEIN (63) que esta distinción es controvertida (aunque ellos – contundentemente – afirman que es «inadecuada»).
Especialmente porque la existencia de un derecho exige que haya un remedio dirigido a reparar de forma justa y predecible las ofensas que puedan producirse. Así pues, desde este punto de vista, todos los derechos (incluso, los que exigen un deber de «abstención» estatal) son necesariamente positivos (64 y 66).
Así pues (aunque, quizás, pueda pensarse que se está confundiendo derechos y garantías – FERRAJOLI, 59), téngase en cuenta que los derechos aparentemente negativos también exigen la puesta en marcha de una costosísima maquinaria coercitiva y correctiva de la autoridad pública. Por ejemplo, las leyes que protegen la propiedad privada, la protegen, no dejando en paz a sus propietarios, sino excluyendo coercitivamente a quienes pretendan violarla (y lo mismo cabría decir, por ejemplo, respecto de la libertad ideológica y/o religiosa).
Es, en definitiva, un contrasentido afirmar que se está en favor de los derechos «liberales» (negativos) y en contra de la intervención del Estado. Los aparentes derechos «negativos» no pueden apuntar «contra» el Estado (a la ilusión de «liberarse» de él), pues, en esencia, no hacen más que recurrir a él (a su poder) para ser preservados.
De hecho, volviendo al derecho de propiedad y siguiendo con HOLMES y SUNSTEIN (82 y 83), que citan a HUME, reparen que la «propiedad privada es un monopolio concedido y mantenido por la autoridad pública a expensas de los contribuyentes». De modo que, prosiguen, «la existencia misma de la propiedad privada depende de la calidad de las instituciones públicas y de la acción del Estado, incluido el hacer amenazas creíbles de proceso judicial y de acción civil». Añadiendo que «es posible que los derechos de propiedad le cuesten al tesoro público más o menos tanto como nuestros voluminosos programas sociales».
En este sentido (así como en muchos otros ámbitos de los derechos aparentemente «negativos»), apelar al «Estado mínimo» es una quimera absolutamente alejada de la realidad del papel que tiene atribuido el Estado y los costes (astronómicos) que (justificadamente o no) acarrea la preservación de los mismos.
C. Valoración final
A la luz de todo lo expuesto, y del mismo modo que con el sistema de pensiones al que he hecho referencia al inicio de esta entrada, la «libertad» anudada a los derechos «negativos» sugiere un marco conceptual en el que tales derechos no son «costosos» porque el Estado (en apariencia) «simplemente» debe «abstenerse» de intervenir. De modo que su expansión puede proclamarse sin límite (o siempre insuficiente).
En cambio, el marco conceptual de los derechos «positivos», por definición, está intrínsecamente asociado a intervención estatal, coste, carga, sostenibilidad y contención. Esto es, a la idea de que deben ser soportados en su mínima expresión posible.
No obstante, es claro (siguiendo con HOLMES y SUNSTEIN, 99) que los derechos individuales (todos – «negativos» y «positivos») siempre presuponen la creación y el mantenimiento de relaciones de autoridad y, por ende, de intervención estatal (y, por tanto, de elevados costes públicos).
O, dicho en otros términos, si es una constante, el coste de la intervención estatal no debería ser el único factor a tener en consideración.
En definitiva, reparen que, si podemos desvelar el inconsciente cognitivo que subyace en el lenguaje, el marco jurídico-político quedará descrito en términos más «transparentes» y, en tal caso, probablemente, seamos capaces de centrar los debates en sus justos términos y, así, alcanzar soluciones más equilibradas para todos los intereses concurrentes.
Bibliografía citada
- FERRAJOLI (1999). Derechos y garantías. Trotta.
- HOLMES y SUNSTEIN (2011). El costo de los derechos. Siglo XXI.
- LAKOFF (2017). No pienses en un elefante. Península.