Redes sociales, marca personal y ¡dopamina!

By bbeltran

 

 

Redes Sociales y la cotización de la marca personal

En las redes sociales se aprecia un fenómeno interesante.

Acumulamos una lista de «amigos» que, ciertamente, no son tales, y permanecemos expectantes para ver cuántas reacciones o gratificaciones provocan nuestras publicaciones (en forma de «me gusta», «corazones», «aplausos», etc.).

Los usuarios se han convertido en emisores activos y (WILLIAMS, 80) se esfuerzan por transformar sus datos reputacionales en «bienes en sí mismos». De esta forma, al atribuirles un valor intrínseco, se erigen en una meta a alcanzar y, por lo tanto, son susceptibles de maximización.

Este «capital» («amigos» + reacciones), proporciona (ZUBOFF, 593) «una especie de cinta o teletipo continuo de cotizaciones con nuestro valor actualizado en el mercado social».

Aunque la inmensa mayoría de las personas sólo podemos aspirar a captar la atención (en el mejor de los casos) de algunos centenares de personas, lo más curioso es que otorgamos un valor «real» a este acopio de recompensas digitales.

Al cuantificarse, creemos que se corporizan y que, incluso, acrecientan nuestro patrimonio. De modo que experimentamos cada cambio en positivo como si nuestra riqueza aumentara. Y sentimos desazón (como si perdiéramos algo), cuando lo compartido no suscita la reacción que esperábamos (aunque la mayoría de los usuarios ansian la recompensa más de lo que temem la humillación).

No obstante, olvidamos que es un «capital» ficticio, tan vacuo como pasajero. Para empezar (y a pesar de su cotidianidad), nuestras relaciones interpersonales y sociales no son una tostadora que puedas ir puntuando con cinco estrellas.

Por otra parte, no es infrecuente que el número de seguidores que acumulamos sea mayor que el de personas que realmente podremos cononocer a lo largo de nuestra vida. Es un listado despersonalizado: la mayor parte de estas personas son, en realidad, inaccesibles y anónimas. Tener un número elevado de seguidores (CHAYKA, 138) guarda una relación cada vez menor con la interacción real.

A su vez, el valor de cada reacción es especialmente trivial y está recubierto de una enorme artificiosidad. La adhesión que las mismas aspiran a cuantificar es absolutamente ilusoria y carente de fuerza de cambio.

Esto ha llevado a un deterioro alarmante del activismo en línea: impera el clictivismo barato. Los «likes» son la máxima expresión del postureo digital e ilustran un empobrecimiento profundo de nuestro rol social: nos hemos creído que un gesto rápido y aséptico con nuestros dedos en una pantalla táctil es suficiente para hacer que las cosas pasen en el mundo real.

Las gratificaciones (a través de reconocimientos sociales efímeros), también tratan de explotar la vanidad, el egocentrismo y el ensimismamiento del usuario a través de lo que se ha denominado (WU, 453) la «celebración de la vida cotidiana». Se persigue hacer realidad el anhelo de fama y reconocimiento social de personas anónimas. Interiorizado el principio de un impiadoso calibrado universal, (SADIN, 2020, 224) retroalimenta un infatigable esfuerzo para hacer, con mayor o menor éxito, un buen papel en el nuevo foro digital. Las barreras para optar a los famosísimos 15 minutos de Andy WARHOL se han reducido sustancialmente (especialmente porque ahora podemos ser famosos ante unas pocas decenas de personas).

Además, cada «reacción» mide nuestra afinidad con el colectivo cuya atención aspiramos a captar. Más «amigos» y, especialmente, más reacciones a nuestras publicaciones son un refuerzo que nos hacen sentir bien. Pero a su vez (ZUBOFF, 593), una publicación con cero “me gusta” no solo es dolorosa en privado para esa persona, sino que también representa una forma de condena pública.

Pero sus efectos son más profundos. El valor de cada individuo se mide a partir de lo que opinan los demás. De modo que (HAN, 15) «las personas se esfuerzan por alcanzar la visibilidad por sí mismas», colocándose «de manera voluntaria en el foco, incluso desean hacerlo». Esto hace que (ZUBOFF, 594) tiendan a mirarse a sí mismas desde fuera y este reconocimiento externo delimita el bienestar de cada uno consigo mismo: mi valor radica en el reconocimiento que depositan los demás en mí y trato de verme ‘desde fuera’ para tratar de anticipar cómo complacerles.

En estas autopistas digitales (SADIN, 2022, 110), el smartphone juega un papel medular porque es un instrumento pensado para halagar al individuo contemporáneo; y éste, en correspondencia, invierte (o gasta) gran cantidad de energía con la única finalidad de experimentar el éxtasis de la importancia de sí mismo. Tendencia que tiene un efecto reflejo, pues, (HAN, 49), «la creciente atomización y narcisificación de la sociedad nos hace sordos a la voz del otro. También conduce a la pérdida de la empatía. Hoy todo el mundo se entrega al culto del yo. Todos los individuos se representan y se producen a sí mismos».

La idealización de la vida de uno mismo es un efecto consustancial a este proceso. Lo que importa es crear un aura de nuestra cotidianidad. De tal modo que (CHAYKA, 1999), la vida online pasa a regirse por la banalidad: «más seguidores y más atención siempre te hace parecer mejor».

Este universo digital (ZUBOFF, 593) ha acabado «fusionando activamente a los usuarios en una nueva especie de dependencia mutua expresada en una miscelánea explosiva de refuerzos dados y recibidos».

El problema es que el flujo de información que aparece en la red es tan descomunal que, en esta cacofonía digital no es infrecuente que los participantes compitan para captar la atención de los demás. De algún modo, para evitar el ostracismo, nos vemos compelidos a ser influencers; y en esta caza de «likes» parece que todo vale.

La resultante es una sobreexposición desmesurada, que gravita alrededor del culto al yo; llevando (HAN, 49) a los individuos a representarse y producirse a sí mismos. La sociedad de la información, en definitiva, promueve una idea de la transparencia individual (como si viviéramos en una casa con paredes de cristal). Ésta se ha convertido en un imperativo sistémico, en el que «todo debe presentarse como información» y debe circular con libertad (para evitar la ocultación).

Esto lleva a las personas (y no solo los adolescentes) a una búsqueda constante de notoriedad y a mostrar un exhibicionismo tan acusado como ridículo (alimentando, en no pocas ocasiones, la vergüenza ajena). Como afirma ZUBOFF (595), la presión por crear una marca personal (el sumun de la autoobjetivación), reafirmante y tranquilizadora a través de la cosecha de suficientes clics «de likes» y «de compartir», es creciente.  Y, en los casos de «éxito», la vanidad se dispara: las reacciones, al medir la capacidad que uno tiene de captar la atención de terceros, son claramente un potenciómetro del ego y la autocomplacencia que precipita es tan acusada que tiene un efecto cegador.

 

¡Dopamina!

La dopamina parece tener mucho que ver con todo esto. Se trata de un neurotransmisor que puede influir poderosamente en el comportamiento de las personas.

En la década de 1950 (siguiendo a BENNETT, 143), los investigadores descubrieron que, si colocas un electrodo en el cerebro de una rata y estimulas las neuronas dopaminérgicas, puede lograrse que haga casi cualquier cosa. Si se estimula estas neuronas cada vez que el animal mueve una palanca, lo hará más de quinientas veces por hora durante veinticuatro horas seguidas. De hecho, «si les diéramos la opción entre la palanca que libera dopamina y alimentarse, las ratas escogerían la palanca; ignorarían el alimento y se morirían de hambre en favor de la estimulación con dopamina».

La mayoría de drogas de abuso – alcohol, cocaína y nicotina – funcionan provocando la liberación de dopamina. Todos los vertebrados (peces, ratas, monos y, obviamente, humanos) son propensos a volverse adictos a los químicos potenciadores de dopamina.

Sin, obviamente, estar a este nivel (ZUBOFF, 593), los «likes» también son un chute de dopamina, describiendo un sistema universal de recompensas, o, «como lo llamó un joven diseñador de aplicaciones, ‘el crack de nuestra generación'».

Es importante tener en cuenta que (BENNETT, 144, 93 y 94) la dopamina no es una señal de un resultado satisfactorio. No es una señal de placer, ni tampoco de sorpresa (en forma de recompensa inesperada). En realidad (y aquí radica un aspecto clave), la dopamina es una señal que indica la anticipación del placer futuro.

En una serie de experimentos controvertidos, en la década de 1960, el psiquiátra Robert HEATH implantó electrodos en los cerebros de pacientes para que presionarán un botón y así estimularan sus propias neuronas dopaminérgicas. Estos empezaron a presionarlos de forma repetida, en muchas ocasiones, cientos de veces por hora. Lejos de lo que pudiera aparentar, no lo hacían porque les causara placer. En palabras de HEATH

«El paciente, al explicar por qué presionaba el botón con tanta frecuencia, declaró que el sentimiento era… como si estuviera alcanzando el orgasmo sexual. Sin embargo reportó que fue incapaz de lograr el clímax orgásmico, y explicó que presionaba el botón de manera frecuente, algunas veces de forma frenética, para lograr llegar al clímax».

Los pacientes no experimentaban propiamente placer, al contrario, se sentían por lo general extremadamente frustrados por su incapacidad de satisfacer los increíbles deseos que el botón les provocaba.

La dopamina, por lo tanto, no se trata tanto de disfrutar, como de desear: «la dopamina [es] una señal de expectación hacia algo positivo en el futuro, no la señal de algo positivo en sí mismo».

 

La ubicuidad de los electrodos de HEATH

Hoy en día, disponemos de múltiples «botones» y «palancas» que, vertebrando la tiranía de los «likes», estimulan nuestras neuronas dopaminérgicas: en forma de clics a través del ratón del ordenador; o al pinchar sobre el globo rojo colocado en la parte superior derecha de las aplicaciones de teléfonos y tabletas; o en forma de vibración, pop up o notificación sonora.

En las notificaciones, el color y la localización (rojas y en la esquina superior derecha del campo de visión) han sido deliberadamente escogidos para captar mejor la atención y potenciar el efecto persuasivo. Es un efecto basado en (WILLIAMS, 72) «la respuesta sensorial al color rojo y el instinto común de orden e higiene, por eso es a veces tan difícil resistirse a clicar en ellas».

El controvertido experimento de HEATH se ha quedado pequeño (en extensión y profundidad) si se compara con este avance tecnológico y su masiva generalización.

La sofisticación que la fabricación de estos impulsos atesora es suprema, pues, aprovechándose del funcionamiento del yo inconsciente de nuestro cerebro, deliberadamente están pensados para generar un sentimiento de satisfacción interrumpida. El propósito es dejarnos en un estado latente (de clímax sin consumar) y permanecer atentos ante la expectativa de nuevos estímulos que nos brinden la oportunidad de volver a experimentar una anticipación del placer futuro (sin que llegue a culminarse).

Esta manipulación es despreciable y el grado de tolerancia es incomprensible (y más cuando sabemos que los menores son los más expuestos a sus efectos).

A pesar de la honda preocupación que esta inopia suscita, no obstante, podemos sentir cierto alivio al pensar que, a diferencia de las pobres ratas, las palancas dopaminérgicas que deliberadamente se activan en nuestra interacción en las redes, al menos, respetan nuestro apetito…

 

 

 


Bibliografía citada

  • Max. S. BENNETT (2024), Una historia de la inteligencia, Tendencias.
  • Kyle CHAYKA (2024), Mundofiltro, Gatopardo.
  • Byung-Chul HAN (2022), Infocracia, Taurus.
  • Eric SADIN (2022), La edad del individuo tirano, Editorial Caja Negra.
  • Eric SADIN (2020), La inteligencia artificial o el desafío del siglo: anatomía de un antihunanismo radical, Editorial Caja Negra.
  • James WILLIAMS (2021), Clics contra la humanidad, Gatopardo Ensayo.
  • Tim WU (2020), Comerciantes de atención, Capitán Swing.
  • Shoshana ZUBOFF (2020), La era del capitalismo de la vigilancia, Paidós.

 

 

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