La STJUE 15 de abril 2021 (C-30-19), Braathens, dictada por la Gran Sala, resuelve una cuestión prejudicial planteada por el Tribunal Supremo de Suecia, en relación a la discriminación sufrida por un ciudadano chileno residente en dicho país que, al coger un avión, fue objeto de un control de seguridad adicional al asociarlo con una persona árabe.
La compañía Braathens aceptó ante el Tribunal de Primera Instancia de Estocolmo abonar la cantidad reclamada en concepto de indemnización por discriminación sin reconocer no obstante la existencia de discriminación alguna.
No obstante, el Defensor del Pueblo en materia de Discriminación se opuso, ante dicho órgano jurisdiccional, a que se resolviera sobre la base del allanamiento de Braathens, sin examen en cuanto al fondo de la discriminación alegada. Pretensión que, finalmente, llegaría al tribunal remitente, planteándose la adecuación de la respuesta judicial al contenido de los arts. 7 y 15 de la Directiva 2000/43/CE del Consejo, de 29 de junio de 2000, relativa a la aplicación del principio de igualdad de trato de las personas independientemente de su origen racial o étnico, en relación con el art. 47 CDFUE.
El TJUE, tras enumerar el marco normativo comunitario y su doctrina al respecto, constata que, conforme al derecho sueco, el allanamiento del demandado tiene por efecto que la obligación de este de abonar la indemnización solicitada por el demandante no esté ligada al reconocimiento por parte del demandado de la existencia de la discriminación alegada o a la constatación de esta por el órgano jurisdiccional competente. Además, y sobre todo, tal allanamiento tiene como consecuencia impedir al órgano jurisdiccional que conozca del recurso pronunciarse sobre la realidad de la discriminación alegada, siendo así que esta constituye la causa de la pretensión de indemnización y, por ello, forma parte integrante del recurso.
Por consiguiente, en caso de allanamiento del demandado al pago de la indemnización reclamada sin que este reconozca no obstante la discriminación alegada, el demandante no puede lograr que un órgano jurisdiccional civil se pronuncie sobre la existencia de esa discriminación. Y ello, en opinión del TJUE, es contrario a la normativa comunitaria (citados arts. 7 y 15 Directiva 2000/43 y art. 47 CDFUE).
Lo que le permite concluir lo siguiente:
«Los artículos 7 y 15 de la Directiva 2000/43/CE (…), deben interpretarse en el sentido de que se oponen a una normativa nacional que impide a un órgano jurisdiccional que conozca de un recurso de indemnización basado en una alegación de discriminación prohibida por dicha Directiva examinar la pretensión de que se declare la existencia de tal discriminación, cuando el demandado acepta abonar la indemnización reclamada sin reconocer no obstante la existencia de esa discriminación. Incumbe al órgano jurisdiccional nacional, que conoce de un litigio entre particulares, garantizar en el marco de sus competencias la protección jurídica que para los justiciables se deriva del artículo 47 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, dejando inaplicada, de ser necesario, cualquier disposición contraria de la normativa nacional.»
El caso ha sido profusa y magistralmente analizado por el Prof. Rojo y, como si de una «simbiosis» se tratara (en este caso, «bloguera» – que espero que no le importe), les remito a su blog para su lectura y análisis. En todo caso, comparto con él que el carácter imperativo de la prohibición de discriminación que proclama el TJUE es uno de los aspectos más relevantes de esta resolución, pues, confiere «‘a los particulares un derecho invocable como tal en un litigio que les enfrente en un ámbito regulado por el Derecho de la Unión’, no requiriendo por ello de desarrollo, ya fuera en sede europea o estatal, para conferir a los particulares ‘un derecho subjetivo invocable como tal'».
No obstante, el propósito de esta entrada es, fundamentalmente, un aspecto muy concreto de la argumentación del TJUE. Especialmente porque desvela una dimensión de gran profundidad.
En efecto, siguiendo el razonamiento del AG, la STJUE 15 de abril 2021 (C-30-19) afirma (ap. 49):
«el pago de un importe pecuniario no basta para satisfacer las pretensiones de una persona que quiere primordialmente que se reconozca, como reparación del perjuicio moral sufrido, que ha sido víctima de discriminación, de modo que no puede considerarse, a tal efecto, que ese pago tenga una función reparadora satisfactoria. Asimismo, la obligación de abonar una cantidad de dinero no puede garantizar un efecto realmente disuasorio respecto al autor de una discriminación incitándole a no reiterar su comportamiento discriminatorio, previniendo así nuevas discriminaciones por su parte, cuando, como sucede en este caso, el demandado cuestiona la existencia de la discriminación, pero considera más ventajoso, en términos de coste y de imagen, abonar la indemnización solicitada por el demandante, evitando así que el juez nacional declare la existencia de discriminación».
Con esta argumentación, el TJUE muestra su rechazo a que los incentivos mercantiles (inspirados por la lógica del mercado) desplacen a los no mercantiles. Esto es, trata de evitar que, a través de la tarificación económica, se corrompan determinados deberes cívicos.
El carácter insuficiente de las indemnizaciones en estos contextos se evidencia porque suponen un desplazamiento de normas sociales por las normas mercantiles.
Mi interés por este fragmento radica, pues, en el hecho de que evidencia (siguiendo la propuesta de SANDEL, Lo que el dinero no puede comprar) la confrontación entre los conceptos de «multas» y «tarifas» y los incentivos que se desprenden de cada uno de ellos. Esta aproximación también centró el contenido de la entrada «Improcedencia e indemnización: ¿corrupción de deberes cívicos?«.
Y, al respecto, como expuse en la citada entrada (y siguiendo – de nuevo – el razonamiento de SANDEL, 70), creo que es oportuno volver a incidir (brevemente) en la distinción entre ambos conceptos:
Así, mientras que las «multas suscitan una desaprobación moral», las tarifas «son simplemente precios que no implican juicio moral alguno». Las multas son una penalización y tienen un estigma a ella asociado. Los tarifas, en cambio, son recargos.
Cuando se exige el pago de una multa, se está emitiendo un mensaje de que se ha hecho algo mal, arrojando «una mala actitud de la que la sociedad quiere disuadirnos».
El problema se plantea cuando el que lleva a cabo estas conductas es lo suficientemente adinerado como para asumir dicha multa como una tarifa. En tales casos, a pesar de que pague la multa, no consigue que consideremos que lo que hace está bien. En definitiva, es claro que no ha sido capaz de apreciar de una forma apropiada aquello que socialmente se quiere preservar. Se establece una actitud instrumental, minando el espíritu que proyecta la conducta o el bien que se quiere proteger.
En estas situaciones, se ha producido lo que se conoce como el “efecto desplazamiento” (HAMMOND, La psicología del dinero, 152 a 156), pues, el sentido cívico asociado a una determinada norma queda relegado a un segundo plano, porque la multa no es percibida como una sanción por su transgresión, sino el pago de un servicio que está a disposición de quien lo necesite y pueda pagarlo. De modo que, a partir de este instante, la transgresión de la norma deviene «legítima» en tanto que se abone lo que corresponda.
De modo que, aquél que satisface la multa es probable que se considere exonerado de toda responsabilidad por sus actos.
Llegados a este estadio, SANDEL (71) afirma «cuando la gente asume las multas como tarifas, desacata las normas que las multas expresan».
Y, precisamente, esto es que lo que el TJUE parece querer evitar en el asunto Braathens.
A la luz de todo lo anterior, este criterio del TJUE me parece particularmente oportuno y, además, abre una basto campo para la exploración jurídica, en términos de preservación de los deberes cívicos.
Avanzándome un día, ¡¡les deseo una feliz Diada de Sant Jordi!!
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