Los límites del conocimiento

 

 

La docencia universitaria ha cambiado sustancialmente desde sus inicios.

Entonces, parece ser que (MLODINOW, 113) era habitual que los profesores fueran pagados directamente por los alumnos. Podían contratarlos y despedirlos. De hecho, en la Universidad de Bolonia, los estudiantes penalizaban a los profesores por retrasos o ausencias injustificados, o por no responder a preguntas difíciles. Incluso, si una lección no era interesante o se desarrollaba a un ritmo inadecuado (por excesivamente lento o rápido), los alumnos no tardaban en abuchear al docente y era objeto de escarnio. En Leipzig, las tendencias agresivas de desmadraron de tal modo que la Universidad tuvo que prohibir apedrear a los profesores.

Aunque, por suerte, estas prácticas han caído en desuso (aunque no descarto que, alguna vez, he podido merecer alguna pedrada simbólica), lo que no ha cambiado es el papel de la Universidad como facilitadora del conocimiento, a través de la posibilidad de poner en contacto a personas y así compartir y debatir ideas.

La importancia de estas redes de conocimiento es fundamental. Como afirma MLODINOW, citando al genetista evolutivo, Mark THOMAS (52), «a la hora de generar nuevas ideas, no se trata de lo listo que uno sea, sino de lo bien conectado que esté». Y estos contactos son imprescindibles en la medida que contribuyan a crear «redes de discusión» que integren a personas que GRANT (125) denomina «desagradables generosos». Esto es, personas que con espíritu crítico tratan de «mejorar el trabajo, no alimentar su propio ego». Al cuestionar las cosas que les importan, contribuyen a evitar la autocomplacencia excesiva y, con ello, el impulso del conocimiento se desliga de uno de sus mayores peligros académicos. Acostumbrarse a oir críticas trascendentales, aunque no queramos oirlas, son siempre necesarias. De hecho (GRANT, 124), «aprendemos más de las personas que cuestionan nuestros procesos de reflexión que de aquellas que confirman nuestras conclusiones».

No obstante, somos bastante refractarios a las opiniones ajenas. En estas situaciones, acostumbran a suceder tres cosas (GRANT, 88, 90 y 151):

-En primer lugar, tendemos a cerrar la mente, en lugar de abrirla. Es lo que en psicología se denomina «ego totalitario» y su trabajo es impedir la entrada de información que represente una amenaza;

-En segundo lugar, cuando nos presentan argumentos contrarios a los nuestros, somos expertos en detectar los puntos débiles, pero mostramos una acusada incapacidad para detectar los propios. De hecho (SCHULZ, 19 y 107), nunca nos hartamos de señalar los errores de los demás: «como creemos que nuestras creencias se basan en los hechos, inferimos que las personas que disienten de nosotros no han tenido la información adecuada, y que haberla tenido los hubiera llevado inevitablemente a pasarse a nuestro bando (…). Cuando otras personas rechazan nuestras creencias, pensamos que carecen de buena información. Cuando nosotros rechazamos las suyas, pensamos que poseemos buen criterio»; y

-Finalmente, lejos de buscar debates con «hombres de acero», esto es, contrastando nuestra postura con aquellos factores de las opiniones ajenas más sólidos, tendemos a buscar debates con los factores más débiles, como si discutiéramos con un «hombre de paja».

Lo ideal es que cada uno integre un posicionamiento «contra inductivo», clásico de la filosofía de la ciencia: primero, tratar de hallar los argumentos que puedan refutar las propias opiniones y, luego, intentar rebatirlas para comprobar la solidez de las hipótesis originales. Como apunta FEYNMAN (509), «Si uno elabora una teoría y la da a conocer, o la publica, se deben dar a conocer los hechos relevantes que discrepan de ella, y no sólo los que converjan».

No obstante, en muchas ocasiones, la adopción de un pensamiento contrafáctico no es fácil y es necesaria la visión externa a uno mismo. En estos lares, los «desagradables generosos» pueden ser de gran ayuda. Especialmente porque la poderosa regla WYSIATI (descrita por KANHEMAN y de la que les he hablado en diversas ocasiones) y que – recuerden – nos lleva a pensar que todo lo que vemos es todo lo que hay («What You See Is All There Is«), dificulta que podamos siquiera imaginar lo que pueda hallarse más allá de nuestra caja mental. Lo que no deja de ser una derivada del razonamiento inductivo: alcanzar conclusiones muy grandes basándonos en datos muy pequeños.

Además, el sesgo de confirmación (o denominado también como «razonamiento motivado»), como si de una fuerza gravitacional se tratara, tiende a empujarnos a creer lo que queremos creer; y, como si de un «dictador interno» se tratara, nos lleva a buscar sólo los argumentos que corroboran nuestras ideas preconcedibas.

La existencia de lo que KAHNEMAN, SIBONY y SUNSTEIN (251 y ss.) denominan como «expertos de respeto» también pueden contribuir a cohartar la exteriorización de ciertos plantamientos, especialmente si son contrarios a la opinión dominante liderada por ellos. La denominada como (GRANT, 280) «distancia del poder» y que lleva a adoptar una actitud limitadora de las capacidades propias en aras a alinearse con la «autoridad» académica es también muy poderosa.

Sin embargo, precisamente, la labor académica debería dirigirse en la dirección contraria. Como expone MLODINOW (99) «la ciencia es el enemigo natural de las ideas preconcebidas y de la autoridad del propio establishment científico. Las ideas revolucionarias necesariamente requieren que uno esté dispuesto a ir a contracorriente de lo que todos creen verdadero, a reemplazar las viejas ideas por otras nuevas y creíbles. Si existe una barrera al progreso que sobresalga en toda la historia de la ciencia, y del pensamiento humano en general, es la lealtad indebida a las ideas del pasado y del presente».

Siguiendo con esta idea, todo académico (como si de un juramento hipocrático se tratara) debería comprometerse a tener siempre en mente los límites de su conocimiento. Modestamente, a mi entender, por varios motivos (dos en particular):

-En primer lugar, porque esto deja margen para admitir la posibilidad del error.

Vaya por delante que (SCHULZ, 31 y 37) reconcer nuestros propios errores es una experiencia extraña: «acostumbrados a discrepar de otros, de pronto nos encontramos en desacuerdo con nosotros mismos«. En todo caso (en contra de la visión pesimista del error), reconocer nuestros errores, siguiendo con GRANT (107 y 102), no nos debería hacer parecer menos competentes, especialmente porque no deja de ser una demostración de honestidad y de nuestra disposición a aprender. De hecho, si «equivocarse una y otra vez nos lleva a la respuesta correcta, la propia experiencia de cometer errores puede llegar a ser placentara».

Repárese que (SCHULZ, 40) el método científico es en lo esencial un monumento a la utilidad del error. En realidad (McINTYRE, 209), «es más fácil recuperarse del error que de la falsa creencia. Si cometemos un error honesto, otros nos pueden corregir». O, como afirma KAHNEMAN (citado por GRANT, 93): «equivocarme es la única forma de estar seguro que he aprendido algo». Y, regido por la negativa a convertir sus ideas en parte de su identidad, prosigue: «cambio de idea a una velocidad que vuelve locos a mis colaboradores. El apego a mis ideas es provisional. No siento amor incondicional por ellas».

Lo cierto es que, como apunta MLODINOW (155), todos «los innovadores tienen más ideas equivocadas que correctas y si son buenos en lo que hacen, también tienen ideas locas, que son las mejores, aunque naturalmente sólo si son correctas. Separar lo correcto de lo incorrecto no es un proceso sencillo; puede llevar mucho tiempo y esfuerzo. Por eso debemos sentir algo de simpatía hacia las personas que tienen ideas extravagantes». No obstante, como advierte el propio autor (271) «ante un grupo de pensadores libres hay que ser selectivo, y ahí radica el problema, pues no suele ser fácil distinguir entre las personas que tienen ideas que sólo son raras y las que tienen ideas que además de raras son correctas«. De hecho (218), muchas ideas demenciales han resultado ser erróneas, y las ideas que funcionan son muchas menos de las que no funcionan.

-En segundo lugar, porque también deja abierta la puerta a la idea de que quedan muchas cosas por aprender.

En efecto, como apunta McINTYRE (209), «si aceptamos que somos ignorantes, tal vez sigamos aprendiendo. Pero cuando pensamos que ya estamos en posesión de la verdad (…), podemos perder la verdad. Aunque la actitud científica sigue siendo una arma poderosa, la arrogancia es un enemigo que no debe subestimarse». En efecto, la acumulación de experiencia activa un ciclo de autosuficiencia que, por un lado, nos impide dudar de lo que sabemos y, por otro (y más grave), tendemos a ignorar nuestra ignorancia. En definitiva, nos dejamos llevar por el exceso de confianza animado por lo que creemos saber.

El principal problema es que (SCHULZ, 84 y 85) «se nos da mal saber que no sabemos» y «estamos confundidos en cuento a la manera en que se percibe la ignorancia en general». En efecto, como apunta GRANT (49 y 64), «nuestras convicciones pueden encerrarnos en una carcel que nos hemos construido nosotros mismos», porque «si estamos seguros de que sabemos una cosa, no tenemos ningún motivo para buscar lagunas y defectos en nuestros conocimientos; y menos aun para corregirlos o completarlos». Es lo que denomina «la maldición del conocimiento», pues cierra la mente a todo lo que desconocemos.

No obstante, el avance en el conocimiento discurre por otros derroteros: exige tener la mente bien abierta. Todo investigador debería (McINTYRE, 83) preocuparse la evidencia, es decir, debería estar dispuesto a poner a prueba las teorías propias, en contraste con una realidad que pueda refutarla. Especialmente (GRANT, 43) para buscar los motivos por lo que podríamos estar equivocados e iniciar un ciclo de reconsideración que nos lleve a revisar nuestros puntos de vista a partir de los nuevos conocimientos. Para saber que no sabemos, a fin de cuentas (SCHULZ, 85), «no podemos limitarnos a esperar pasivamente a ver si la mente resulta estar vacía».

En definitiva, asumir nuestras limitaciones (admitiendo lo que no sabemos) es un paso de humildad intelectual imprescindible para cualquier investigador. Como apunta McINTYRE (209), «la humildad profunda y la conciencia de la propia ignorancia están en el corazón de la actitud científica». En efecto, en la medida que (GILOVICH, 193) «la ciencia trata de extender los límites de lo que se conoce, el científico está continuamente empujando contra una barrera de ignorancia. Cuanta más ciencia aprende uno, más se da cuenta de lo que no sabe y de la naturaleza provisional de lo que sabe».

En el fondo reconocer estas limitaciones abre las puertas a las dudas y éstas, debidamente alimentadas por la curiosidad, conforman la combinación perfecta para tratar de aplacarlas con más información.

En 1903, el poeta Rainer Maria RILKE le dio un consejo a un estudiante que, como apunta MLODINOW (88), es igual de cierto para la ciencia que para la poesía: «Sé paciente con todo lo que no esté resuelto en tu corazón e intenta amar a las preguntas», añadiendo «y vive las respuestas».

A la luz de todo lo expuesto, creo que todo investigador debería aspirar, al menos, a lo siguiente:

  • a mantener el conocimiento flexible y no convencional;
  • al acercamiento paciente a las incognitas y desafíos;
  • a la carencia de lealtad a lo que los otros piensan y a evitar los silos informativos;
  • a desvincularse de la infección ideológica;
  • a asumir riesgos y a adoptar una permanente postura tentativa;
  • a aceptar el error y compartirlo;
  • a la provisionalidad de las teorías (evitar el atrincheramiento cognitivo);
  • a la franqueza y a no tomar atajos;
  • a adoptar un espíritu de cooperación (incluso con quienes tratan de refutarnos);
  • a tener el valor de cambiar las propias perspectivas;
  • a plantear buenas preguntas;
  • a confiar que hay respuestas y que podemos encontrarlas;
  • a asumir la humildad intelectual y el carácter finito de nuestro saber;
  • a permanecer en un permanente estado de duda;
  • a ser un aprendiz vitalicio y mirar por encima del muro de la ignorancia;
  • a transmitir la pasión por la investigación;

Mantener este extenso compromiso no es fácil. Admitirlo también debería ser una aspiración de todo académico…

 

 


Nota: El conjunto de estas reflexiones (más o menos ordenadas) son una parte del estudio llevado a cabo para la defensa del proyecto de Cátedra de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), llevada a cabo el 20 de diciembre 2023.

 

 

 

Bibliografía citada

  • Richard P. FEYNMAN (2020), ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?, Alianza
  • Thomas GILOVICH (2009), Convencidos, pero equivocados, Milrazones.
  • Adam GRANT (2021), Piénsalo otra vez, Deusto. 
  • Daniel KAHNEMAN, Olivier SIBONY, Cass R. SUNSTEIN (2023), Ruido, Debate.
  • Lee McINTYRE (2020), La actitud científica, Cátedra.
  • Leonard MLODINOW (2016), Las lagartijas no se hacen preguntas, Drakontos.
  • David ROBSON (2019), La trampa de la inteligencia, Paidós.
  • Kathryn SCHULZ (2015), En defensa del error, Siruela.

 

 

1 comentario en “Los límites del conocimiento

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