La doctrina laboral ha tendido a analizar las facultades de «alteración» de lo pactado del empresario (modificación sustancial, suspensión y extinción) sin tener en cuenta que el trabajador también ostenta facultades similares.
Esta visión – si se me permite – «unidireccional» del fenómeno ha llevado a un amplio sector de la doctrina a incardinar esta «capacidad» del empresario en el marco de su poder de dirección y, por ende, de la libertad de empresa (art. 38 CE).
Sin embargo, si se acepta que el trabajador también ostenta amplias facultades de «alteración» de lo pactado (modificación sustancial, suspensión y extinción), parece razonable que se analice la fundamentación teórica de las mismas de forma conjunta (debiéndose rechazar, al menos en un primer estadio, como categorías totalmente estancas e inconexas); y, derivado de lo anterior, se evalúe si existe algún tipo de relación entre ambas que sugiera que comparten una fundamentación dogmática común.
Y, precisamente, esta visión del fenómeno en su conjunto me ha llevado a defender la existencia de una fundamentación teórica común.
La primera consecuencia (obvia) de esta aseveración es que la libertad de empresa, a través del poder de dirección, no puede fundamentar la facultad de despido disciplinario del empresario ni tampoco las facultades de «alteración» por motivos objetivos no imposibilitantes (incluidas, por tanto, las basadas en las «causas de empresa»). Pues es obvio que no podría explicar las facultades de «alteración» que ostenta el trabajador.
Y, a su vez, también pone en duda las tesis que abogan por la existencia de un «poder de despido», un «poder de suspensión» y/o un «poder modificatorio» empresariales, así como la tesis de la «autotutela privada».
Pues bien, hecha esta breve introducción y apartándome del tradicional análisis jurisprudencial que caracterizan las entradas de este blog, permítanme que en esta ocasión centre la atención en una cuestión esencialmente teórica (con evidentes efectos prácticos).
Así pues, el objeto de estas líneas es hacer una breve aproximación a esta cuestión y, en el mejor de los casos, abrir un debate al respecto. No obstante, antes de iniciar mi exposición pido disculpas por adelantado si (dada las particularidades de una entrada de un blog) alguno de los eslabones de la secuencia argumentativa que trataré de exponer de forma sintetizada, eventualmente, no queda suficientemente argumentado o detallado (para una aproximación más detallada y extensa aquí).
A. La libertad de empresa (art. 38 CE) no fundamenta el despido disciplinario
Una línea doctrinal numerosa y muy consolidada tiende a ubicar al «despido», esto es el incumplimiento imputable, dentro del poder de dirección del empresario y, más específicamente, como una manifestación del poder disciplinario, todo ello incardinado en la libertad de empresa (ex art. 38 CE). Se afirma que el despido es la «última ratio» del poder disciplinario empresarial.
Sin embargo, en mi opinión, hay elementos para cuestionar esta afirmación, pues, el trabajador también ostenta una facultad resolutoria por incumplimiento imputable (art. 50 ET) y no por ello afirmamos que ostenta un poder disciplinario sobre el empresario.
A pesar de que la facultad resolutoria del empresario es extrajudicial y la del trabajador no, esto no es suficiente para entender que ambas facultades deban tener naturaleza jurídica distinta.
Lo que implica que, en mi opinión, la libertad de empresa (art. 38 CE) no puede fundamentar la facultad extintiva del empresario en caso de incumplimiento imputable (pues, si son de idéntica naturaleza, llevaría al absurdo de entender que la libertad de empresa también fundamenta la facultad resolutoria del trabajador).
A mi modo de ver, los arts. 50 y 54 ET son una «simple derivada» de la condición de parte del contrato de trabajo. En este sentido, el hecho de que el empresario pueda acabar extinguiendo sin causa, no describe un «poder» empresarial, sino que es una cuestión de naturaleza estrictamente procesal «sustantivizada» y que está sujeta a una decisión de política legislativa sobre el cumplimiento in natura o por equivalente frente a un acto ilícito del empresario (ver al respecto en esta entrada y esta).
Por otra parte, esto no implica que el empresario no ostente un poder disciplinario, derivado de su poder de dirección, sino que el despido queda extramuros de él y éste sólo puede operar hasta que el comportamiento del trabajador puede ser calificado como un incumplimiento imputable (momento en el que se despliega una facultad meramente «contractual»).
B. La libertad de empresa (art. 38 CE) no fundamenta la «alteración» por causas objetivas no imposibilitantes del empresario
Las facultades del empresario para «alterar» de forma sobrevenida lo pactado (modificación sustancial, suspensión y extinción) por causas objetivas (no imposibilitantes), también presenta unas particularidades que creo que merecen ser revisadas desde la perspectiva «integral» que sugiero (esto es, teniendo en cuenta también la posición del trabajador).
Especialmente, porque el trabajador también ostenta amplias facultades de «alteración» (que se han ido incrementando con el tiempo). En efecto, la legislación laboral reconoce ciertas situaciones en las que, ante un cambio sobrevenido de las circunstancias, puede modificar unilateralmente lo acordado, suspender la relación de trabajo o incluso resolver el contrato percibiendo por ello una indemnización (sin ánimo de exhaustividad, art. 23 ET; apartados 4 a 8 del art. 37 ET; apartados 3 a 5 del art. 40 ET; art. 46.3 ET; art. 48.4 ET – para el período que excede del descanso puerperal obligatorio -; art. 48.7 ET; art. 48.10 ET; arts. 40.1.4º y 41.3.2º ET). Situaciones que difícilmente podrían catalogarse como una imposibilidad objetiva, o bien, un incumplimiento imputable al empresario.
Extremo de capital importancia, al menos desde un punto de vista teórico, y, especialmente del estudio en profundidad – y no sesgado – de la fundamentación dogmática de estas facultades contractuales, dado que pone de manifiesto que la alteración sobrevenida de lo pactado (la «flexibilidad interna y externa») no es exclusiva del empresario (pudiéndose afirmar que es bilateral).
Para complementar esta aproximación, repárese que si fuera inmanente al art. 38 CE una facultad empresarial para «alterar el contenido de lo pactado» (en aras a la «productividad empresarial»), también debería serlo respecto del resto de relaciones que tuviera con otros agentes económicos (y no sólo con las formalizadas con los trabajadores).
Por todo ello, tratando de realizar planteamientos jurídicamente coherentes, si ambas partes contractuales tienen reconocida una facultad para sustraerse de lo convenido (aunque en circunstancias distintas), es muy discutible que pueda defenderse que están revestidas de una naturaleza jurídica diversa.
En efecto, difícilmente puede admitirse que dicha fundamentación difiera en base a un criterio subjetivo, esto es, en función del sujeto que ejercita dichas facultades; o, desde un punto de vista metodológico, tampoco parece muy oportuno defender un análisis separado, mostrando dos esferas estancas y autónomas sin ningún tipo de conexión. O, de otro modo, tampoco parece sencillo hallar un argumento que justifique que, si ambas partes tienen reconocido una facultad teleológicamente idéntica, su fundamento deba ser distinto.
A mi entender, a la luz de lo expuesto, es posible defender que las facultades empresariales y las de los trabajadores participan de la misma naturaleza jurídica. Y estimo que esta idéntica fundamentación dogmática puede incardinarse en la teoría de la excesiva onerosidad sobrevenida (siendo consciente que también es un planteamiento controvertido). Especialmente, porque, superando las tesis de carácter subjetivo (en tanto que gravita sobre la causa del contrato), ofrece una explicación integradora de las posiciones de ambas partes contratantes.
A propósito de la causa del contrato, esta aseveración debe complementarse con la idea de que, en todos estos casos de «alteración» disponibles para ambas partes contratantes, la estabilidad en el empleo (art. 35 CE), entendida como una manifestación del principio de conservación del negocio jurídico – favor negotii -, es el fundamento constitucional común.
Especialmente, porque la norma habilita a los contratantes a que, en determinadas circunstancias objetivas (que describen una excesiva onerosidad sobrevenida – una ruptura del equilibrio contractual acordado), no respeten la firmeza de la regla “pacta sunt servanda”, redistribuyendo los riesgos inicialmente previstos, porque con ello se aspira a salvaguardar la continuidad de la relación laboral:
– En el caso de las facultades a disposición del trabajador, además, de la voluntad de preservar diversos derechos constitucionales, es claro que la preservación del negocio jurídico es el denominador común; y
– En el caso del empresario, como ya he expuesto en otras ocasiones (ver aquí), las «causas de empresa» no dejan de ser una proyección de una determinada idea de la estabilidad en el empleo, en virtud de la cual, se aspira a preservar la vida de la empresa (en la actualidad, en un entorno de extrema competitividad) porque con ella se mantienen los puestos de trabajo a ella vinculados, o bien, se estima que si pervive posibilitará la creación de nuevos (enfoque que deja de ser válido, lógicamente para el caso de que, ahora sí en virtud del art 38 CE, el empresario decide poner fin definitivamente a la actividad empresarial).
C. Valoración final
Soy consciente que el planteamiento brevemente expuesto es controvertido.
No obstante, hasta donde mi conocimiento alcanza, creo que las facultades de alteración de lo pactado por parte del trabajador (entendidas en su integridad) no han recibido la misma atención por parte de la comunidad científica iuslaboralista que las del empresario. De hecho, creo que han pasado prácticamente inadvertidas, focalizándose todo el interés en las manifestaciones de este último.
Y esta atención «monográfica» ha impedido apreciar la naturaleza bilateral o recíproca del fenómeno.
Por consiguiente, desde este punto de vista, si el Legislador (en circunstancias diversas) habilita a ambas partes a «alterar» sobrevenidamente lo pactado por razones objetivas no imposibilitantes, ¿podemos afirmar (categóricamente) que no participan de una naturaleza dogmática común? Y, si tienen una naturaleza común y la estabilidad en el empleo (y el art. 35 CE) no las fundamenta, entonces, ¿qué lo hace?