Con motivo de la Jornada que bajo el título «1994-2014: 20 Años de reformas del Estatuto de los Trabajadores» se celebrará en la UOC el próximo 17 de diciembre 2014 me gustaría exponer algunas reflexiones al respecto.
El proceso reformador que viene padeciendo el Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en las últimas décadas debe enmarcarse en el contexto de la economía globalizada, la libre circulación de capitales y la crisis. Vectores que describen una presión tectónica sobre las relaciones por cuenta ajena y su régimen jurídico. Lo que – como es bien sabido – se ha estado traduciendo en una devaluación progresiva de los estándares de protección del trabajo asalariado y una huida masiva hacía ámbitos jurídicos no laborales.
Sin embargo, también es cierto que el fin último del Derecho del Trabajo es la supervivencia biológica del trabajador y su familia, porque ello (y convendría no olvidarlo) contribuye poderosamente a la paz social. En definitiva, aunque los mercados aboguen insistentemente por mejoras en la competitividad, existen ciertas líneas rojas que más vale no sobrepasar, pues, está en juego la convivencia civil.
El Derecho del Trabajo, desde sus inicios (1931), ha estado especialmente pendiente y preocupado por la continuidad de la organización productiva como un elemento capital para la salvaguarda del empleo, porque, sólo garantizando su pervivencia, se podía asegurar la de los contratos a ella vinculados.
Si bien durante el franquismo, al albur de la autarquía, se opta inicialmente por una política basada en esencia en la contención del empleo (dando pie al subempleo), con el paso de los años, a medida que se consolida la economía de mercado y, posteriormente, se globaliza, se evidencia la necesidad de garantizar la supervivencia de la empresa a partir de otros postulados. En este nuevo escenario, la competitividad pasa a convertirse en la sabia del motor empresarial, hasta el punto de que el Legislador laboral asume que también debe ser la de la conservación del empleo.
Esta convergencia conceptual eclosiona en el ordenamiento jurídico español en la reforma del mercado de trabajo de 1994. En este instante, se decide asociar – indisolublemente – el principio del favor negotii con la competitividad de las empresas. Se trata de un postulado que tendrá una importancia extrema, pues, se traduce en la necesidad de aceptar toda devaluación del estatuto protector de los trabajadores si contribuye a la mejora competitiva de las empresas.
Pero no cabe olvidar que la competitividad es un concepto económico siempre optimizable. Lo que significa que, a partir de 1994, en la estructura medular del Derecho del Trabajo ha inoculado un concepto que de forma permanente promueve el cambio. Con la particularidad de que sitúa a las reglas relativas a la conservación del negocio jurídico en una espiral de insatisfacción crónica. Y, la sucesión de reformas acaecidas a partir de este instante – y la de 2012 no es una excepción – pueden explicarse desde esta perspectiva.
Lo verdaderamente paradójico de todo ello es que, mientras el progreso económico no deje de estar asociado a la competitividad de las empresas, el Derecho del Trabajo no tiene más remedio que aceptar con resignación esta devaluación permanente del estatuto protector de los asalariados porque, en la medida que garantizan la vida de la empresa, también contribuyen a salvaguardar el empleo. De modo que, si no cambian los paradigmas del actual proceso productivo, no sólo no puede vivir sin ella, sino que sabe que paulatina e inexorablemente lo irá consumiendo hasta su mínima expresión.
La Ley 3/2012 y el RDL 3/2012 y, muy particularmente, sus Exposiciones de Motivos, son un ejemplo (más) de estas premisas conceptuales. De hecho, se vertebran a partir de una proclama ciega por la eficiencia del mercado de trabajo, a través, fundamentalmente (en términos conceptuales), del fomento de la competitividad y lo que se conoce como ‘flexiseguridad’.
Si bien es cierto que no existe unanimidad a la hora de definirla, entendemos que (a partir del modelo – paradigmático – danés) existe cierto consenso a la hora de afirmar que los vectores básicos que conforman la matriz conceptual de la ‘flexiseguridad’ son los siguientes (tres):
1. Régimen de extinción del contrato escasamente rígido;
2. Protección social de desempleo generosa; y
3. Eficientes medidas de política activa de empleo y sistema formativo de calidad.
Este sistema de relaciones laborales, salvo que se emplee como pretexto para devaluar la protección que se dispensa a los asalariados y desempleados, resulta sumamente costoso (en nuestro modelo, para el erario público). Lo que, a priori, en términos de racionalidad económica desaconsejaría su implantación en el ordenamiento jurídico español (incluso, antes de que estallara la crisis).
En cualquier caso, conviene tratar de averiguar si la reforma de 2012 es un intento serio (aunque – a nuestro entender – erróneo) por cambiar el modelo de relaciones laborales a favor de la ‘flexiseguridad’, o bien, se ha empleado como un pretexto para imputar a los asalariados y desempleados el coste de las reestructuraciones empresariales.
La reforma de 2012 ha conllevado la desaparición de la autorización previa de la autoridad laboral en las resoluciones colectivas, la devaluación de la definición de las denominadas “causas de empresa” y ha facilitado el desistimiento (la extinción sin causa) en el nuevo contrato de trabajo por tiempo indefinido de apoyo a los emprendedores (CTIAE). Por todo ello, puede afirmarse que ha fortalecido notablemente el primero de los vectores que describen la matriz de la ‘flexiseguridad’.
En cambio, no puede decirse lo mismo con la mejora de la protección social de desempleo, la creación de políticas activas de empleo eficientes y la creación de un sistema formativo de calidad. No sólo no se han mejorado ni la cuantía ni la duración de las prestaciones por desempleo, si no que se ha reducido la indemnización legal por despido improcedente a 33 días y conforme al CTIAE se ha facilitado la extinción del contrato sin compensación económica alguna. De tal modo que, tras la reforma de 2012, son los trabajadores los que en mayor medida están internalizando los costes de las reestructuraciones de las empresas. En relación al tercer vector, es – por lo menos – un poco forzado entender que la nueva redacción del contrato para la formación y el aprendizaje, los mecanismos de promoción y formación profesional en el trabajo y la anunciada “cuenta de formación” supongan un fortalecimiento (serio y riguroso) de los instrumentos formativos para facilitar el tránsito del desempleo al empleo.
En otro orden de consideraciones, a modo de apunte, la tasación de la indemnización por despido improcedente en 33 días no deja de sorprender, especialmente, si se tiene en cuenta que, en realidad, con esta rebaja (12 días menos) el propio ordenamiento jurídico está fomentando el incumplimiento de la norma o la transgresión del bien jurídico protegido (que, hipotéticamente, sería la extinción causal del contrato). Lo que, posiblemente, evidencie que, desde un punto de vista de política legislativa, no se están haciendo las cosas del mejor modo posible.
Por todo ello, no parece que la reforma de 2012 haya sabido/querido trasladar al ordenamiento jurídico español el esquema conceptual prototípico de la ‘flexiseguridad’, salvo, como se ha apuntado, se haya utilizado como un pretexto para encubrir una devaluación del estatuto protector de los asalariados.
La reforma de 2012, a su vez, presenta algunos síntomas de cierta irracionalidad económica. Especialmente si se tiene en cuenta la extrema litigiosidad que ha destilado (con el consiguiente impacto en la Administración de Justicia y el incremento de los costes de gestión de los propios afectados). A su vez, atendiendo a los altos costes de transacción y las numerosas externalidades presentes, nos resistimos a pensar que la desaparición de la autorización previa en los ERE sea una opción acorde con la eficiencia. Y, no deja de ser curioso que, desde 2003, la autorización previa (judicial) sea conveniente en el marco de las crisis concursales (para proteger los intereses de los acreedores) y, en cambio, se defienda que es sumamente perjudicial para el ámbito laboral (y, por ello, se haya derogado).
En paralelo, la preferencia por el convenio colectivo de empresa, con el objetivo principal de incrementar la competitividad de la economía española a través de una generalizada rebaja salarial (una devaluación de moneda encubierta), probablemente acabe propiciando una guerra de precios nacional que, no sólo empujará al mercado de trabajo a una indeseada “asiatización” (redundando negativamente en la capacidad de consumo de los asalariados – como ya han manifestado diversos estudios e instituciones internacionales), sino que, además, probablemente, hará añicos la autonomía colectiva y la negociación colectiva como su manifestación privilegiada. Lo que, sin duda, coloca al modelo de relaciones laborales ante un nuevo paradigma cuyos efectos son difíciles de predecir.
El debilitamiento (notable) de la fuerza sindical en nuestro país, la (por el momento) baja implantación de los sindicatos en las pequeñas y medianas empresas y el incremento sustancial de las facultades de flexibilidad interna y externa del empresario, auguran una negociación de estos convenios de empresa sin el equilibrio de fuerzas que sería deseable.
Repárese que, en este escenario, los convenios colectivos de ámbito supraempresarial han dejado de garantizar la «paz» en la fijación del precio de la fuerza de trabajo. De hecho, este tipo de acuerdo en un contexto totalmente liberal podría calificarse como una conducta claramente contraria al derecho de la competencia. Ahora bien, en nuestro marco normativo se ha admitido, evidentemente, porque queda amparado por el derecho fundamental a la libertad sindical y a la negociación colectiva.
No obstante, repárese que en el nuevo escenario legal, en la medida que la reforma – al dar preferencia al convenio colectivo de empresa – fomenta a nivel nacional (si me permiten la expresión) un «canibalismo interempresarial» desconocido hasta la fecha, es posible que, para evitarlo, en un determinado sector productivo, emerjan iniciativas empresariales dirigidas a pactar el precio de la fuerza de trabajo (como, hasta hace poco, garantizaban los convenios supraempresariales). Acuerdos, sin duda, arriesgados, pues, al no estar amparados por la libertad sindical (al ser interempresariales – sin la participación de los interlocutores sociales), en el caso de que se detectara su existencia, serían duramente reprimidos por contrarios al derecho de la competencia. Descartados estos pactos, si bien es cierto que la negociación de un convenio colectivo no es ni sencilla ni rápida, es probable que este contexto, antes o después, acabe empujando a las empresas a buscar mejoras competitivas devaluando las condiciones laborales a través de sus propios convenios. Un comportamiento generalizado por un número significativo de empresas de un sector, sin duda, contribuirá a alimentar esta espiral y su aceleración, especialmente si quieren garantizar su supervivencia.
Así pues, por todo ello, podemos afirmar que la reforma se ha traducido en una reducción sustancial de las medidas de protección de los asalariados, sin que ello haya ido acompañado de una generosa política de subsidios por desempleo y un fortalecimiento de los mecanismos formativos facilitadores de la transición del desempleo al empleo. Por ello, aunque sigue siendo un modelo de relaciones laborales inadecuado para el sistema español por el elevado coste para las arcas del Estado, la reforma está muy lejos del esquema conceptual prototípico de la ‘flexiseguridad’ como han proclamado las reformas de 2012 . De hecho, es posible que la combinación resultante se traduzca en un incremento de los desajustes del mercado de trabajo e impacte negativamente en la salvaguarda y generación de empleo y la protección de los desempleados.
El sistema normativo laboral nunca antes había sido tan «liberal» como ahora. La paradoja es que las tasas de desempleo tampoco nunca antes habían sido tan elevadas. Una de dos: o bien, ello se debe a que el sistema sigue sin ser todo lo «liberal» que el tejido productivo requiere y, por consiguiente, (olvidándonos de los estrepitosos fracasos de las reformas previas) decididamente apostamos por una (indeseable) asiatización de las condiciones de trabajo (despreciando absolutamente el coste social y político que ello pueda acarrear); o bien, aceptamos, de una vez por todas, que las reformas laborales (a la baja), en sí mismas, no precipitan la creación de empleo.
En todo caso, en vez de hablar de «reformas», quizás, a partir de ahora, sería más apropiado referirse a los cambios legislativos pasados y a los que a bien seguro se producirán en tiempos venideros, como un estadio más del tránsito (inacabado) hacia un nuevo paradigma de las relaciones laborales.
[una versión de esta entrada se publicó en la revista online laideafederal.org en julio de 2012 – hoy (salvo error) no disponible online; motivo por el que he decidido actualizarla para mantener «vivas» algunas de dichas reflexiones]