Wuhan, emergencia sanitaria y medidas sociolaborales: año uno

 

 

En diciembre de 2019, empezó hablarse de un virus en la ciudad china de Wuhan. Lo sucedido a partir de entonces es por todos conocido.

Llevamos un año caminando en la niebla y es un buen momento para mirar atrás y tratar de observar el camino recorrido.

El objeto de este breve ensayo es, con este propósito, hacer una breve síntesis de las principales medidas dirigidas a hacer frente los efectos de la pandemia en el mercado de trabajo, partiendo de una breve descripción de los elementos configuradores del riesgo que ha precipitado esta emergencia sanitaria.

El esquema expositivo es el que sigue:

I. COVID-19, la naturaleza del riesgo y previsión
II. Medidas socio-laborales para encarar la pandemia
III. Valoración final: un futuro incierto
IV. Bibliografía citada

 

Espero que pueda ser de su interés.

 

I. COVID-19, la naturaleza del riesgo y previsión

En relación a la COVID-19 y a su emergencia pueden hacerse las siguientes reflexiones a partir de las siguientes valoraciones (4): riesgo de cola; lo poco conocido y lo improbable; sesgo de retrospección; y limitaciones para hacer predicciones a futuro.

Veámoslas, a continuación, con un poco más de detalle:

 

Un riesgo «de cola»

La COVID-19 puede ser calificada (siguiendo a TALEB, 2019, 47, 324 y 325) como un riesgo “de cola”: estadísticamente poco relevante (o altamente improbable) y con una capacidad desestabilizadora exponencial. Por consiguiente, en tanto que sistémico, con potencial para provocar desviaciones extremas.

 

Lo poco conocido y lo improbable

Tendemos a considerar que lo “poco conocido” es “improbable” (SCHELLING – citado por SILVER, 505 y 506):

“existe una tendencia a confundir lo poco conocido con lo improbable a la hora de planificar. Toda contingencia que no nos hayamos planteado seriamente nos parecerá extraña; lo que parece extraño se considera improbable; y las cosas improbables no hace falta planteárselas seriamente”. De hecho, “cuando una posibilidad nos es poco conocida, ni siquiera nos la planteamos”;

Y, al respecto, SILVER añade

“es más, incluso desarrollamos algo así como una ceguera mental ante tal posibilidad. En el campo de la medicina, ese fenómeno recibe el nombre de ‘anosognosia’: la misma fisiología de la enfermedad impide al paciente reconocer que padece la enfermedad”.

Así pues, no es extraño que en relación a estos riesgos, se acostumbre a confundir la “ausencia de prueba”, con una “prueba de ausencia” (TALEB, 2016, 129). Y esto es preocupante, pues, el hecho de que no se tenga constancia de un hecho, no implica que esto sea una evidencia de su inexistencia (por ejemplo, el hecho de que un paciente sea asintomático no es, en sí mismo, una prueba de que no padezca una enfermedad).

No obstante, es esencial aceptar que hay muchas cosas que no sabemos. Y, al respecto, siguiendo de nuevo con SILVER (506) – que cita a RUMSFELD – hace falta distinguir las siguientes categorías de fenómenos:

“existen conocidos conocidos, cosas que sabemos que sabemos. También sabemos que existen desconocidos conocidos, es decir, que sabemos que hay algunas cosas que no sabemos. Pero luego están los desconocidos desconocidos, las cosas que no sabemos que no sabemos”.

O, dicho de otra forma, siguiendo con SILVER (507 y 508), si nos planteamos una pregunta y somos capaces de encontrar la respuesta exacta, entonces, nos hallaremos ante un “conocido conocido”. En el caso de que formulemos una pregunta y no seamos capaces de divisar una respuesta con precisión, entonces, se tratará de un “desconocido conocido”. Y, finalmente, si ni siquiera podemos formular la pregunta estaremos ante un “desconocido desconocido”. En este último caso, el fenómeno no ha sido ni siquiera planteado (probablemente porque nadie ha sido capaz de imaginárselo). Por lo tanto, en estas situaciones, no somos capaces de distinguir la señal dentro del ruido y, en consecuencia, al no poderse identificar, se pueden estar asumiendo riesgos muy graves. Y el COVID-19 es un fenómeno que entraría en esta última categoría (cuanto menos en los primeros estadios de la pandemia).

Ahora bien, paradójicamente, no tenemos ningún inconveniente para actuar como si aquello que vemos fuera todo el que hay (y que KANHEMAN lo sintetiza con esta frase: «what you see is all there is» – WYSIATI – abreviatura de las iniciales).

El efecto de la poderosa regla WYSIATI sobre nuestra capacidad de predicción es sorpresiva. Como apunta KAHNEMAN (p. 263 y 264):

«La limitada información de que disponemos no puede bastarnos, porque en ella no está todo. Construimos la mejor historia posible partiendo de la información disponible, y si la historia es buena, la creemos. Paradójicamente, es más fácil construir una historia coherente cuando nuestro conocimiento es escaso, cuando las piezas del rompecabezas no pasan de unas pocas. Nuestra consoladora convicción de que el mundo tiene sentido descansa sobre un fundamento seguro: nuestra capacidad casi ilimitada para ignorar nuestra ignorancia».

 

El sesgo de la retrospección y la limitada capacidad para predecir y planificar el futuro

La visión retrospectiva de un fenómeno puede darnos la falsa percepción de que se tiene un “conocimiento” del mismo.

En efecto, creemos ser capaces de detectar una correlación absolutamente lógica de los acontecimientos. Y esto incrementa la confianza en nuestra capacidad para acertar en nuestros pronósticos.

Siguiendo a TETLOCK y GADNER (245), recogiendo los descubrimientos de KAHNEMAN, esto es así porque el pasado nos parece mucho más previsible de lo que realmente fue y esta impresión del pasado fomenta la creencia que el futuro también es más previsible.

Sin embargo, lejos de ostentar esta «habilidad predictiva», el carácter endeble de nuestras explicaciones sobre el pasado y el exceso de confianza en nuestra capacidad provocan que, sistemáticamente, seamos víctimas de erróneas predicciones.

En definitiva, el núcleo de la ilusión, como apunta KAHNEMAN (261),

«es que creemos entender el pasado, lo cual supone que también el futuro puede conocerse, pero la verdad es que entendemos el pasado menos de lo que creemos».

Y añade (p. 264):

«Lo perverso del uso del verbo saber en este contexto no es que algunas personas creyeran en una presciencia que no poseen, sino que el lenguaje supone que el mundo es más cognoscible de lo que realmente es. Ello contribuye a perpetuar una perniciosa ilusión. El núcleo de la ilusión es que creemos entender el pasado, lo cual supone que también el futuro puede conocerse, pero la verdad es que entendemos el pasado menos de lo que creemos».

Y esta es la base de lo que se conoce como el sesgo de la retrospección, esto es, tendemos a revisar la historia de nuestras creencias pasadas a la luz de acontecimientos reales (ya acontecidos). Y esto genera una poderosa ilusión cognitiva, pues, creemos encontrar una relación de causalidad entre los hechos ya acontecidos. Y, esto nos lleva a pensar que “sabemos” y, por lo tanto, que podemos predecir nuevos hechos futuros.

Siguiendo con KAHNEMAN (268), tendemos a ver el mundo más ordenado, predecible y coherente de lo que es:

“La ilusión de que uno ha entendido el pasado alimenta la ilusión de que puede predecir y controlar el futuro. Estas ilusiones son reconfortantes. Reducen la ansiedad que experimentaríamos si reconociéramos francamente las incertidumbres de la existencia. Todos tenemos necesidad del mensaje tranquilizador de que las acciones tienen consecuencias previsibles».

En definitiva (KRASTEV, 18 y 19),

“la diferencia entre el pasado y el presente es que nunca podemos conocer el futuro del presente, pero ya hemos vivido el futuro del pasado. Y conocemos ya el futuro de nuestro pasado; es esta pandemia de COVID-19 que sufrimos hoy”.

Desde este punto de vista, una de las «virtudes» del sesgo retrospectivo es que transforma el «ruido» del pasado en «señales» clarividentes que nos permiten «identificar» la secuencia de causas que explican «irrefutablemente» nuestro presente. No obstante, si quieren hacer el ejercicio, con la información a su disposición en el momento que están leyendo estas palabras,

¿se verían capaces de hacer un pronóstico de lo que sucederá en los próximos 6 meses y, en consecuencia, hacer una planificación institucional para hacer frente a este escenario futuro?

Y, en todo caso, a pesar de que, en alguna ocasión, entre todos los posibles, ciertos pronósticos se puedan cumplir, es altamente probable que se deba de al puro azar (especialmente si se tiene en cuenta la infinidad de proyecciones a futuro que se formulan).

 

El pasado es un mal predictor del futuro

Y, concluyendo este epígrafe, a la luz de lo que se ha expuesto (y, en definitiva, en una nueva muestra de las limitaciones del conocimiento inductivo), se puede afirmar (y debe empezarse a asumir e interiorizar) el conocimiento del pasado no es un buen predictor del futuro. Especialmente, porque difícilmente será capaz de divisar nuevos riesgos de cola o lo que se conocen como “cisnes negros”.

No obstante, sobre esta última cuestión no hay unanimidad. En este sentido, para KRASTEV (11), dados los vaticinios sobre una crisis de esta naturaleza advertidos en varias ocasiones por actores de naturaleza diversa (BILL GATES o el Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, entre otros), el COVID-19 debe ser calificado como un “cisne gris”. Es decir, “un acontecimiento altamente probable y con capacidad para poner el mundo patas arriba, que, sin embargo, ha generado una gran sorpresa cuando se ha producido”.

En todo caso, lo que no cabe duda es que, como apunta KRASTEV (73) – citando a KNIGHT -, el riesgo se puede medir y los acontecimientos pasados pueden evaluarse con datos empíricos. La incertidumbre, en cambio, se aplica a resultados que no podemos predecir o que no hemos sido capaces de predecir. Desde este punto de vista, la COVID-19 es un ejemplo paradigmático de incertidumbre, (89) con unos efectos increíblemente difíciles de determinar porque el desastre sanitario se ha convertido en uno económico (sin que, por otra parte – añado -, pueda descartarse que también acabe «infectando» a la vida política y/o social – generando también una crisis de esta naturaleza).

Lo que se ha expuesto hasta ahora nos tiene que permitir conocer algo mejor el contexto de las respuestas legales que, como se expondrá a continuación, se han articulado para hacer frente a los efectos de la pandemia sobre el mercado de trabajo.

 

II. Medidas socio-laborales para encarar la pandemia

Como ha expuesto KRASTEV (20), es muy probable que la COVID-19 haya operado más como amplificador que como un agente de cambio. Y las medidas jurídico-laborales para encarar los efectos de la pandemia son un buen ejemplo al respecto.

En términos generales, cómo ha expuesto CALVO GALLEGO (2020), de manera abrupta, hemos pasado de un contexto jurídico-laboral que daba respuesta a los intereses en juego de empresarios y trabajadores, a otro en el cual los mismos han quedado supeditados a un interés “superior”, como es la salud pública. Convirtiéndose en el elemento central de interpretación y, incluso, forzando la “desnaturalización” de muchas de las instituciones jurídicas.

A partir de esta premisa, sin ánimo exhaustivo, se pueden hacer las siguientes valoraciones sobre las medidas normativas sociolaborales (seis):

 

Un derecho de la emergencia paralelo al ordinario

En primer lugar, y en términos generales, a partir de la idea de que los efectos de la pandemia serían coyunturales o transitorios, las intervenciones legislativas se han articulado en paralelo al régimen jurídico ordinario. Ninguna de las medidas legales ha alterado el marco de las relaciones laborales y de previsión social vigentes, permaneciendo intactas y, por ello, susceptibles de ser aplicadas.

 

Legislación de urgencia: los RDLey

En segundo lugar, el uso de la legislación de urgencia (ex art. 86.1 CE) ha sido una constante, a medida que los efectos de la pandemia se materializaban y había que afrontar los nuevos desequilibrios (a pesar de que también se han visto afectadas otras materias que no estaban directamente relacionadas con la pandemia – como el régimen de clases pasivas ex RDLey 15/2020).

A fecha de cierre de este escrito, se han dictado, con afectación jurídico-laboral, 24 Reales Decreto-Ley (3 de ellos – 18, 24 y 30 – fruto de un acuerdo entre los interlocutor sociales (“Acuerdo Social en Defensa del Empleo”) y 2 Leyes a nivel estatal. En definitiva, se ha ido corrigiendo el rumbo en función de las sacudidas de la pandemia: RDLey 6/2020; 7/2020; 8/2020; 9/2020; 10/2020; 11/2020; 12/2020; 13/2020; 15/2020; 16/2020; 17/2020; 18/2020; 19/2020; 20/2020; 21/2020; 24/2020; 25/2020; 26/2020; 27/2020; 28/2020; 29/2020; 30/2020; 31/2020; y 32/2020; y Leyes 3/2020 y 8/2020

En todo caso, este proceso legislativo (repleto de inseguridad normativa, derivada de la hemorragia de disposiciones y de varios cambios sobre la marcha), como apunta MERCADER UGUINA(6), ha supuesto dejar “en un discreto segundo plano la actuación parlamentaria. Es el efecto de la llamada “hipostenia legislativa”, que supone esencialmente un desplazamiento del poder desde las instancias legislativas a las gubernativas”.

 

La continuidad de la actividad productiva: una prioridad (y la «explosión» del teletrabajo)

En tercer lugar, se ha intentado garantizar la continuidad de la actividad económica en aquellos sectores calificados como esenciales a través del trabajo presencial y también se ha dado un protagonismo destacado al teletrabajo (en actividades esencial o no), por motivos sanitarios, preventivos y de cura del círculo familiar y, obviamente, por razones productivas y organizativas.

Este hecho, ha precipitado – si se me permite decirlo así – una “no presencialidad digitalizada” del proceso productivo inaudita, tanto por la rapidez del tránsito como por su generalización. En este sentido, es probable que, en muchos casos, este cambio organizativo y productivo se proyecte con carácter de permanencia. El RDLey 28/2020, en lógica de anticipación, ha tratado de dar respuesta a este proceso (a pesar de que todavía queda margen de mejora en relación al teletrabajo en el marco del COVID-19, el teletrabajo esporádico, la respuesta que se pueda dar a través de la negociación colectiva y, muy especialmente, en los diversos niveles del sector público).

La afectación del teletrabajo excede de lo meramente jurídico y muchos de sus efectos todavía no son visibles.

A su vez, el papel de las TIC y nuestra dependencia de las grandes multinacionales proveedoras de estos servicios (en el marco de lo que se conoce como «capitalismo de la vigilancia») también son elementos determinantes a tener en consideración.

A la vez, como un efecto derivado del que se ha expuesto, dada la ejecución no presencial y digitalizada del proceso productivo, la “plataformización” de la economía está a un paso de generalizarse, emergiendo de forma destacada la problemática (entre otros) sobre la categorización jurídica de los servicios prestados a través de este medio. La necesidad de neutralizar la naturaleza no subordinada del trabajo en plataforma, simplemente, por el hecho de estar sujetos a directrices marcadas por un algoritmo o software, es una prioridad que – a raíz de la STS 25 de septiembre 2020 (rec. 4746/2019), sobre los repartidores – no se puede postergar.

 

La supervivencia de la empresa como garantía del empleo

Para los casos en los que la continuidad de la actividad económica no ha sido posible (en la inmensa mayoría por efecto del factum principis en aras a contener la pandemia – y no tanto por la afectación directa de los contagios), se ha potenciado la liberación a las empresas de las cargas laborales y la continuidad de las relaciones laborales a través de instituciones “clásicas” de estabilidad en el empleo.

En general, se ha acudido a medidas de flexibilidad interna y se ha intentado limitar la flexibilidad externa de las empresas que han acudido a las primeras.

La adaptación del contenido del contrato por voluntad unilateral de los trabajadores, los ERTE acompañados de estímulos económicos (en forma de exoneraciones en las cotizaciones, entre otras medidas), la limitación del carácter justificativo de la extinción del contrato y la interrupción de la duración de los contratos temporales han sido instrumentos dirigidos a posibilitar la reanudación de la actividad empresarial cuando sea posible; y, consecuentemente, a dar continuidad a los contratos de trabajo a ella vinculados.

El papel de la conceptuación de la imposibilidad objetiva ha sido también determinante, pues, a través de un uso “impropio” de sus elementos configuradores (como, por ejemplo, admitiendo como válida la fuerza mayor “parcial”, sin distinguir entre prestaciones divisibles e indivisibles), se ha tratado de facilitar el tránsito hacia estadios de desescalada, habilitándose, en definitiva, su aplicación a situaciones que, probablemente, hubieran quedado extramuros en su comprensión “estricta”.

En el fondo, la excepcionalidad de la situación ha justificado esta “modulación”, especialmente porque la prioridad ha sido preservar la supervivencia de la empresa y la estabilidad en el empleo.

En todo caso, todo ello, ha evidenciado el papel central que tiene el trabajo asalariado en nuestra sociedad. Y, como derivada inescindible, el papel de la empresa (y su supervivencia) cómo lo principal instrumento para garantizarlo.

Dejando al margen las dificultades interpretativas y de aplicación práctica resultantes de la hemorragia legislativa experimentada, la persistencia de los efectos de la pandemia y de su virulencia (superior a la inicialmente prevista), así como el elevado coste económico para las arcas públicas de las medidas adoptadas han sido factores que han alimentado el debate sobre la oportunidad de su mantenimiento. O, cuanto menos, ha evidenciado la necesidad de su “modulación”, atendiendo al cambio sobrevenido de las circunstancias a raíz de la realidad que ha emergido con la prolongación de la pandemia (la duración de la cláusula de salvaguarda del empleo y los efectos derivados en caso de su incumplimiento y/o el consumo de la prestación de desempleo de los trabajadores en ERTE podrían ser ejemplos paradigmáticos al respecto – aunque no los únicos).

En el marco también de la estabilidad en el empleo, la persistencia de la crisis empieza a proyectar en algunos sectores económicos medulares un eventual escenario de tránsito (más o menos generalizado) de ERTEs a EREs muy superior al que inicialmente se podría pensar (en una nueva evidencia de lo que se ha expuesto en el primer epígrafe de este escrito). Y, en este sentido, es probable que preservar la “supervivencia” de las empresas y la de los contratos que puedan mantenerse con su continuidad se erijan en factores determinantes de los próximos meses, quizás, por encima de la estabilidad en el empleo de los puestos de trabajo “sacrificados” (el papel de los Tribunales a la hora de interpretar el marco normativo de la emergencia y la adaptación de los criterios jurisprudenciales del derecho encomendero aplicables será en este sentido esencial).

 

El «escudo social»

En relación al tránsito del empleo al desempleo, el derecho de la emergencia (dando respuesta a la originaria concepción transitoria de la pandemia) ha articulado mecanismos prestacionales para colectivos heterogéneos (a medida que avanzaba, la pandemia ha ido desvelando situaciones de necesidad).

Es lo que PÉREZ DEL PRADO ha denominado «el escudo social» (destacando – en especial, por su carácter estructural -, el ingreso mínimo vital – RDLey 20/2020 – y la atención a varios colectivos como, entre otros, trabajadores temporales, personal del hogar y autónomos). Y, todo ello, al margen de la efectividad de alguna de estas medidas (especialmente, por la tardanza en su implementación material).

Y, en el eventual contexto de transformación de los ERTE en ERE anteriormente expuesto, la articulación de medidas dirigidas a agilizar el tránsito del paro a, de nuevo, el empleo debería ser una prioridad de la acción pública (con todo el que esto implica, en términos de prestaciones sociales y formación para adquirir competencias que faciliten la empleabilidad). Especialmente, porque entre las diversas opciones posibles, no puede descartarse que el escenario post-pandemia (sí se supera) sea distinto al que había antes de su acaecimiento. Y, por consiguiente, la “nueva normalidad” acabe siendo “más nueva” que “normal”. El riesgo a que muchas personas puedan quedar atrás en este tránsito, probablemente, exigirá la atención particular por parte de los poderes públicos.

En el fondo, el papel del estado de bienestar y la lógica de la solidaridad (y de sacrificios compartidos) que lo promueve ha evidenciado, no solo, su indiscutible vigencia, sino la imperiosa necesidad de su reforzamiento. Y, a nivel sanitario y de salud pública, esta dimensión se ha hecho absolutamente indiscutible.

De forma derivada, como apunta KRASTEV (45) es posible que el COVID-19 haya obligado a las personas a reconsiderar el papel del Gobierno en su vida. O, como apunta MERCADER UGUINA (5), parafraseando a DWORKIN, “hemos visto aparecer un Gobierno y una Administración “Hércules” obligados a asumir de forma llena e integral el papel regulador, aplicador y de control de la normativa excepcional nacida a raíz de la declaración del estado de alarma”.

En todo caso, esta confianza renovada en el Estado no deja de ser extremadamente frágil, pues, fruto del desgaste, el margen de tolerancia de la ciudadanía para aceptar el error también ha experimentado una erosión progresiva.

 

La prevención de riesgos laborales como objetivo de salud pública

La prevención de riesgos laborales, como no podía ser de otra forma, se ha visto profundamente influenciada, al quedar subsumida en un objetivo de salud pública (y el RDLey 21/2020 tiene un papel fundamental al respeto). A su vez, puede afirmarse que hay una nueva concepción de los riesgos y, en especial (KRASTEV, 47), se ha asumido la idea de que hay una distribución desigual y extrema del peligro que comporta la pandemia (la asimilación al accidente de trabajo de determinadas situaciones o la calificación del COVID-19 como un agente biológico del Grupo III – Directiva 2020/739 y Orden TES/1180/2020 – podrían ser muestras de lo apuntado).

 

III. Valoración final: un futuro incierto

Los seres humanos tenemos serias dificultades para hacer pronósticos fiables sobre el futuro, especialmente en un contexto de incertidumbre.

Nos olvidamos con inusitada frecuencia que nuestras aproximaciones y suposiciones sobre los fenómenos que nos rodean son rudimentarias y que, en consecuencia, nuestros modelos de predicción son meras simplificaciones. Y, aunque la posibilidad de cometer un error pueda (en el mejor de los casos) entrar dentro del pronóstico, en un ingenuo (e imprudente) exceso de confianza, nos convencemos que será marginal.

La situación que estamos viviendo era, hace un año, inimaginable.

Al sentimiento de incredulidad generalizado de los primeros compases de la crisis sanitaria, dada su prolongación en el tiempo, se le ha unido una cierta incapacidad de anticipación o de proyección de futuro. De alguna forma, el grado de incertidumbre es tan elevado que estamos atrapados en el presente, evidenciando grandes dificultades para poder hacer planes a futuro, como mínimo, a corto y medio plazo. Parece (parafraseando a GILBERT, 34) que estamos en un mundo sin «más tarde».

Asimismo, como apunta KRASTEV (18), es probable que la nostalgia respecto del pasado sea un sentimiento que se generalice en un futuro. Especialmente porque, entonces, como apunta MERCADER UGUINA (4), recogiendo un titular periodístico, «no sabíamos que éramos felices».

No obstante, estos meses también nos han evidenciado nuestra extraordinaria capacidad de adaptación. Como se ha expuesto anteriormente, nuestra limitación para hacer buenas predicciones a futuro hace que nos resulte muy difícil imaginar que, finalmente, nos acabaremos adaptando al «dolor» (o el malestar) que experimentamos en el presente. De hecho, inicialmente, podemos acabar pensando que seremos incapaces de adaptarnos o de predecir cuándo lo haremos.

Pero lo mismo sucede con el placer. En efecto, si me permiten ilustrarlo con un ejemplo cotidiano, la satisfacción para llevar unos zapatos nuevos no es permanente en el tiempo, sino que su intensidad se va disipando progresivamente. Como expone ARIELY (163),

“una de las razones por las que nos resulta difícil predecir el alcance de nuestra adaptación hedónica es que cuando hacemos predicciones no solemos tener en cuenta el hecho de que la vida continua y de que, con el tiempo, otros acontecimientos (tanto positivos como negativos) intervendrán en nuestra sensación de bienestar”.

Y, lo cierto es que nuestra capacidad de adaptación hedónica (positiva o negativa) es muy rápida. La «adaptación emocional» que la adaptación hedónica implica hace que podamos habituarnos a los cambios de expectativas y de experiencias.

Es posible que, en estas circunstancias, a nuestra incapacidad para hacer buenas predicciones sobre el futuro se le una lo que KAHNEMAN denomina (525), la «ilusión de focalización», es decir, el error de atribuir una creencia exagerada a una determinada circunstancia. Y, de nuevo, la esencia de esta ilusión es la regla WYSIATI (recuerden: «todo el que ven es todo el que hay»), de forma que damos mayor peso a una determinada circunstancia (por ejemplo, estar confinados) y muy poco a todos los otros factores determinantes del bienestar.

En definitiva, aunque cueste de creer, en un futuro, seremos capaces de encontrar momentos o instantes de «felicidad» (tan fugaces como los que experimentamos en el pasado).

Por otro lado, también damos por sentado que la alarma sanitaria es pasajera y, víctimas – quizás – de un exceso de optimismo, no podemos evitar “divisar un futuro – más o menos – lejano” en el que todo vuelva a la “normalidad”. Evitamos la idea de que la convivencia con el COVID-19 pueda acabar formando parte de nuestra cotidianidad. Y, en este sentido, quizás sería razonable, como mínimo, interiorizar la factibilidad de esta posibilidad.

Aunque deseamos despertarnos de esta pesadilla (y “pasar página” cuanto antes mejor), no sabemos qué nos ofrecerá el futuro más inmediato; y, por consiguiente, tampoco podemos saber cómo será el contexto político, social y económico ni tampoco las relaciones laborales que en él se desarrollarán. Ni por supuesto si alguna de las medidas legislativas de emergencia que se han adoptado (o las que, eventualmente, puedan dictarse en un futuro inmediato) permanecerán en el tiempo y, marcando un punto de inflexión, sean el preludio de un cambio sistémico.

De hecho, las medidas legales que se han articulado en “esta” emergencia sanitaria a la luz de la naturaleza del riesgo que se ha enfrentado (por cierto, bastante similares entre los diversos Estados), podrían no ser efectivas (o serlo mucho menos) en otro contexto. En efecto, podría no ser útil para hacer frente al desafío de riesgos de otra naturaleza y/o intensidad.

Es importante no olvidar que la COVID-19, afortunadamente, no ha paralizado el suministro de alimentos ni de los servicios esenciales para garantizar la vida humana (en este sentido, recuerden que el RDLey 13/2020 iba dirigido a garantizar la mano de obra necesaria al sector agrícola para no interrumpir la provisión de alimentos); y, asimismo, su incidencia en determinadas franjas de edad ha sido, hasta la fecha, muy menor. En este sentido, debemos tomar conciencia de que, por ejemplo, un accidente nuclear (o determinadas alteraciones graves en el ecosistema) nos exigiría afrontar una crisis desde una perspectiva absolutamente diferenciada y con «herramientas» normativas e institucionales muy diferentes.

En cualquier caso, a pesar de todas estas carencias y limitaciones, sería prudente aprovechar el aprendizaje adquirido «gracias» al COVID-19 y complementar las normas que, en la actualidad, están recogidas en la ordenamiento ordinario con el objetivo de articular un derecho de la emergencia lo más estable posible (la DA 4ª del RDLey 16/2014, de 19 de diciembre, por el que se regula el Programa de Activación para el Empleo; y el apartado 1º del art. 24.b) Ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema Nacional de Protección Civil).

En todo caso, la COVID-19 sí nos ha mostrado la extrema fragilidad de nuestro modelo de vida, la profunda interconexión de los problemas a nivel planetario y, sobre todo, para las generaciones más jóvenes, que los riesgos de cola (o los “desconocidos desconocidos”) existen y son profundamente desestabilizadores.

 

 

IV. Bibliografía citada

  • ARIELY, D. (2011), Las ventajas del deseo, Ariel.
  • CALVO GALLEGO, J. (2020, 1), «Presentación de los comentarios a las medidas sociolaborales ligadas a la crisis sanitaria», Blog Trabajo, Persona, Derecho y Mercado
  • GILBERT, D. (2006), Tropezar cono la felicidad, Ariel.
  • KAHNEMAN, D. (2012), Pensar rápido, pensar despacio, Debolsillo.
  • KRASTEV, I. (2020), ¿Ya es mañana?, Debate
  • MERCADER UGUINA, J. R. (2020), «Derecho del Trabajo y Covid-19: tiempos inciertos», LABOS Revista de Derecho del Trabajo y Protección Social, núm. 2.
  • PÉREZ DEL PRADO, D. (2020). El escudo social en la crisis del COVID, Ponencia (Vídeo)
  • TALEB, N. N. (2019), Jugarse la piel. Paidós.
  • TALEB, N. N. (2016), Antifragil, Paidós.
  • TETLOCK, P. E. y GARDNER, D. (2017), Superpronosticadores, Katz.
  • SILVER, N. (2014), La señal y el ruido, Península.

 

 

 

[Nota: en primicia «mundial», pueden ver el estreno de la nueva «película» de los artistas… ?️ ?️ (es posible que tengan que cambiar de navegador para poder visualizarla)]

 

 

 

 

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